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La tarea de los laicos

Cuando se habla de la misión de la Iglesia, se corre el riesgo de pensar que es algo que corresponde a quienes hablan desde el altar. Pero la misión que Cristo encomienda a sus discípulos ha de ser llevada a cumplimiento por todos los bautizados. Todo cristiano es asimilado –hecho similar- a Cristo por el Bautismo; es deber de todos los bautizados colaborar en la transmisión a los hombres de todos los tiempos de la palabra predicada por Jesús.  
¿Corresponde a los laicos alguna parcela dentro de esta misión? Sí. Son llamados por Dios para contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo, mediante el ejercicio de sus propias tareas. “A ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados” (Lumen Gentium, 31).
A los laicos toca promover “nuevos modos de vida más conformes con la dignidad humana” (Christifideles laici, n. 34), o fomentar una cultura, una legislación una moda conforme con los principios evangélicos. Somos invitados a emprender con brío el camino misionero de la Iglesia, lamados a sentirnos responsables del mundo en que vivimos, un estímulo a comprometernos.
La participación activa en la sociedad en la que se vive es consecuencia de ser parte de ella. El cristiano como sus conciudadanos, que no puede desentenderse de los problemas que aquejan al mundo.
El campo es amplísimo: el arte hoy se expresa también en la fotografía, la moda y el cine. Las necesidades son muchas, pero quizás se percibe de modo particularmente agudo la urgencia de una profunda labor cultural de los cristianos en defensa de la verdad: la verdad natural sobre la vida, el matrimonio, la castidad, la religión. Es una prioridad que los cristianos sepamos transformar nuestra fe en cultura, mediante la intervención en la política, los movimientos ciudadanos, la investigación y la difusión. Allí donde se someten a discusión las cuestiones fundamentales, allí han de estar presentes los creyentes, como ciudadanos comprometidos.
Los laicos hacemos presente a Dios en todos los lugares y hemos de ser sal de la tierra. Es decir, en un hospital, la Iglesia esparce la semilla cristiana a través de los fieles que, como médicos o enfermeras, procuran prestar un buen servicio profesional y una delicada atención humana a los pacientes.  
Dios ha llamado a los laicos a que se santifiquen a sí mismos en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales. Para ser sal de la tierra hace falta estar en el mundo, pero también no volverse insípido. ¿Cómo ser capaz de tener y dar sabor? Luchando por adquirir sabiduría, cultura, buen humor y virtudes humanas.  
La vocación de los laicos está determinada por su plena inserción tanto en la sociedad civil como en la Iglesia. Ellos son “ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna” (GS 43) y, en consecuencia, constituyen el punto neurálgico de la íntima conexión entre ambas. Ellos son “enviados al mundo”, pero “no son del mundo” (Jn 17,18); Jesús se ha dirigido al Padre diciendo: “no pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17,15). En esta perspectiva se comprende también por qué el Concilio ha señalado que “esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios” (GS 40).  
En diversas ocasiones San Josemaría Escrivá ha subrayado también que la fe y la vocación bautismal implican la vida entera. Así por ejemplo, él ha recordado que “todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pt 2,5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre” (Es Cristo que pasa, n. 96).  
Nunca podremos conocer completamente en esta vida los efectos de nuestra actuación, el buen ejemplo o el escándalo causado, en las personas que nos han rodeado.