Entre los numerosos expertos en teoría educativa que han elaborado sus propuestas a lo largo del siglo XX hay un nombre poco conocido, pero con ideas interesantes: David Ausubel.
Ausubel (nacido en New York en 1918) era un especialista en temas educativos que trabajó en Estados Unidos, Guatemala, Nicaragua, Alemania y Nueva Zelanda. Su actividad como profesor se desarrolló especialmente en la Universidad de Illinois, Estados Unidos, desde donde ofreció sus teorías pedagógicas.
Ausubel se daba cuenta de que, para algunos autores, el niño se desarrollaría mejor si se le dejaba actuar de modo espontáneo, sin presiones externas que buscasen orientar su desarrollo en un sentido o en otro. Para estos autores, el educador debería limitarse a observar al niño para que no incurriese en graves peligros a la hora de hacer sus elecciones, pero no habría que imponerle ningún contenido concreto, no habría que prohibirle fumar o comer todo el chocolate que se le antojase.
Para Ausubel, sin embargo, la enseñanza debe estimular aquellas dimensiones que el niño actualmente no presenta, pero posee “en potencia”. En otras palabras, el educar no puede limitarse a secundar los deseos y gustos actuales de cada niño, sino que está llamado a iniciar un camino de propuestas, de apertura de horizontes.
Además, Ausubel notó cómo, entre los dos y los cuatro años de vida, el niño sufre una profunda crisis de autonomía. Ya lleva un cierto tiempo en el que controla el movimiento de las piernas, puede correr hacia un lado o hacia otro, etc.
En ese momento, los padres sienten un mayor deseo de orientar las opciones del niño, para ayudarle a introducirse en el mundo de la educación. Aumentan las prohibiciones de los gestos que implican “mala educación”, o de los movimientos peligrosos (asomarse demasiado a una ventana, querer subirse encima de una mesa, acercar la mano al fuego de la cocina), o de los caprichos que implican injusticia (“robar” los caramelos de algún hermano, romper un juguete que no es suyo, etc.). Ante la mayor intervención de los padres, y en el momento en el que crece el deseo de libertad en el niño, estalla la “crisis”.
La crisis puede resolverse, simplificando el pensamiento de Ausubel, de dos maneras: o el niño se somete, se “sateliza” (una palabra que usa con gusto Ausubel); o se rebela, con lo que esto implica de conflicto y choque con quienes tienen la autoridad en casa.
El niño rebelde, “no satelizado”, inicia una pequeña guerra que, si los padres mantienen una postura de firmeza, terminará con una derrota inicial por parte del pequeño. No faltan, sin embargo, padres que, por debilidad, se someten a los deseos, lloros y protestas del niño. Entonces puede nacer en él un sentimiento de omnipotencia, y empieza a creer que todos, en su casa y fuera de ella, están a su servicio. Es obvio que si los padres no han sabido controlar los deseos de independencia del niño, será en la escuela o en el grupo de amigos donde volverá a estallar el problema, pues los maestros llamarán a la disciplina al niño que hasta entonces vivía siempre según sus caprichos.
Por lo tanto, el niño puede “satelizarse” o no “satelizarse”. Lo primero, según Ausubel, ayuda al pequeño a acoger los valores y criterios que vienen del mundo de los mayores, y permite una maduración más serena de la personalidad. Se consigue, además, el afecto de los padres, que resultará muy útil para todo el desarrollo personal. Igualmente, aumenta en el niño la capacidad de tender a fines más elevados. Cuando llegue la adolescencia logrará una mayor independencia ejecutiva, y adquirirá una responsabilidad moral mayor, pues la confianza paterna le permitirá gozar de espacios de autonomía cada vez mayores.
Las cosas son muy distintas, según Ausubel, si en niño no se ha “satelizado”, si ha sido sometido por la fuerza. La adolescencia hará que surjan en su interior desórdenes de la personalidad.
El “yo” tendrá un desarrollo muy fuerte (incluso a escondidas de los padres). Faltará la seguridad y la estima que es tan necesaria para toda vida humana, y más en los momentos de desarrollo en la pubertad. Incluso pueden aparecer estadios de ansiedad neurótica y de conflicto (según sea más o menos firme la actitud de los padres y educadores). La personalidad, en esa situación, madurará tarde, y el joven tenderá a escoger, entre las normas que se le exijan, sólo aquellas que se adecuen a los parámetros del propio provecho: buscará las maneras para “trampear” a los padres o para justificarse cuando existan distintos puntos de vista entre el padre y la madre...
Toca a la psicología y a la pedagogía juzgar si estos análisis sean o no válidos. Ausubel, de todos modos, explica dos cosas importantes. La primera: existen conflictos de poder entre padres e hijos, educadores y educandos. La segunda: ayuda mucho, para una vida más equilibrada, el gozar del amor y la confianza de los educadores.
¿Podemos intentar una síntesis de estas dos afirmaciones? Es cierto que la conflictualidad es parte de la vida humana. El hecho de que nuestra libertad nos abra, simultáneamente, al bien o al mal, al egoísmo o a la generosidad, al sacrificio o a la búsqueda desenfrenada del placer... lleva consigo el que se produzcan continuas fricciones entre los hombres, niños o adultos, jóvenes o ancianos.
Pero es más cierto todavía que el amor puede situarnos por encima de los conflictos, incluso por encima de “derechos legítimos”, para colocar nuestras relaciones en un plano diferente, donde no hay vencedores ni perdedores.
En este nuevo nivel, el amor es capaz de hacer posponer un plan personal en favor del bien del otro, a dejar de jugar con un aparato ruidoso para que los padres estén más contentos, a renunciar a salir a ver una película para quedarse en casa con los demás hermanos... Esto no quita, sin embargo, que los conflictos volverán a darse. Pero se verán y se resolverán de un modo nuevo.
La teoría de la “satelización” de Ausubel nos lleva a preguntarnos si sabemos ganar el afecto de los hijos y de los educandos. Sólo desde ese afecto, que se consigue si hemos sabido amar primero, podemos ayudar a los niños, adolescentes (y a los mismos adultos) a entrar en una esfera distinta de la quien busca sólo su propia satisfacción: la esfera de la donación y la entrega por alegrar al otro.