El libro del record guinnes 2005 coloca al Estado Vaticano como el país con la renta per cápita más elevada del planeta, como el país al que más dinero entra. Y es verdad. En un espacio de 44 hectáreas, con una población de unos 900 habitantes y con tanta afluencia turística, no podía ser de otra manera. Lo que no dice el libro es que los religiosos y religiosas, los obispos, cardenales y guardias suizos que allí viven, no se gastan el dinero en bares, viajes de placer o casinos. Tampoco dice que, comparando las dimensiones respecto a otras naciones, es el país del globo terráqueo del que más dinero sale (y no precisamente para inversiones comerciales). A través de instituciones, neta y abiertamente católicas, como Caritas o Ayuda a la iglesia necesitada (AIN) reciben apoyo, en primera persona, millones de seres humanos que padecen hambre y enfermedad.
La carta encíclica de Benedicto XVI, «Dios es amor», en su segunda parte, toca un aspecto que muy a menudo se olvida y que, no obstante, constituye la médula manifiesta, la aplicación práctica, el gesto palpable del mandamiento del amor: es el servicio desinteresado de miles de almas calladas, de corazones generosos, de caracteres fuertes, de consagrados convencidos de su llamado a evidenciar el rostro amante de Dios. Es la dádiva generosa de hombres y mujeres, religiosos y seglares, que un día decidieron inmolarse en la salvación de otras vidas que se abatían en los suburbios paupérrimos de las grandes ciudades y en el olvido aberrante de los países abandonados, en aquellos lugares donde la guerra y la miseria son el pan diario. Hombres y mujeres que, como cualquier ser humano, hubiesen preferido envejecer entre los suyos, disfrutando de las ventajas de una vida más o menos estable, pero que respondieron sin contestar a su vocación.
Han ofrecido su vida para revelar el amor de Dios. Sin ellos el mundo se colapsaría en una hecatombe de necesidades que sólo a través de su labor silenciosa que es, a fin de cuentas, la de la Iglesia, se logran cubrir. Son centinelas del llanto ajeno. Si mañana desertaran de su misión, la noche se proyectaría sobre el mundo. Como dijo un joven escritor español: «Seguimos vivos porque el fuego que los enardece no declina su llama».
Lo que no compra el dinero: la paz, el saberse queridos y valorados por alguien, por los hombres y mujeres, religiosos y seglares católicos que mueren dando la vida desinteresadamente por el prójimo, lo regala el amor. «Dad gratis lo que gratis recibisteis», y así lo hacen. Más del 80% de los enfermos terminales por causa del SIDA mueren amparados por el amor y la paciencia de su compañía. Más del 60% de los desheredados del mundo viven ayudados por el amor de estos centinelas de la caridad. En sociedades y culturas ajenas, en condiciones difíciles, con padecimientos arduos… allí están. Esa es la otra cara del amor. La que muchos no quieren ver y la otros sí reconocemos. El fuego milenario del mandamiento nuevo arde en las almas, en los corazones de esos lazarillos del prójimo, de esos que ven en el pobre, en el oprimido, en el abandonado, en el enfermo y los desheredados a un verdaderos hermanos a quienes dan lo fundamental: su amor, el afecto, su vida.. Con razón dice el Papa en el número 25 b de su carta encíclica: «La iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario», y esto no se nos puede olvidar.