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La muerte, esa realidad que hace pensar

El sentido de nuestra vida se muestra con toda su evidencia cuando aparece la muerte, “frente a la muerte el enigma de la condición humana alcanza su cumbre” (Catecismo, 1006): nuestra vocación se manifiesta ahí con toda su grandeza, en el momento que vamos al encuentro con Dios, si no hay una clara conciencia de para qué vivimos, ese trance se ve como un obstáculo para la realización personal, y es amargo hasta el infinito, pues todo se acaba. Pero quien se sabe un proyecto para la eternidad, piensa que es el paso de la caducidad, del ser efímero marcado por lo imperfecto, el pecado y la mediocridad, a una realización completa del proyecto después del tiempo que se nos ha dado en la tierra. Para unos es el final, la muerte para otros es el término de la parábola de los talentos: “negociad mientras vuelvo”; tiempo de merecer que acaba con el premio. Son las postrimerías, y es importante que meditemos estas verdades últimas, para iluminar nuestra vida y con mejor luz podamos andar más expeditos.

Muerte. “Statutum est hominibus semel mori”: se muere una sola vez, y después, el juicio (Heb 9,27); como decía Fray Luís de Granada en su “Vida de Jesucristo”: “allí te preguntarán cómo has gastado el tiempo, cómo has tratado tu cuerpo, cómo has recogido los sentidos, cómo has guardado el corazón, cómo has correspondido a las insinuaciones divinas, cómo has reconocido y usado de tantos beneficios”. Qué tremendo será oír la sentencia que algunos allí tendrán: “id, malditos, al fuego eterno”... (Mt 25, 41).

Decía Gustavo Adolfo Bécquer hablando de la gente del Madrid de su época, “El mundo del Congreso y las redacciones, del Casino y de los teatros, del Suizo y de la Fuente Castellana... hoy en una broma, mañana en un funeral, todos de prisa, todos cosechando esperanzas y decepciones, todos corriendo detrás de una cosa que no alcanzan nunca, hasta que corriendo den en uno de esos lazos silenciosos que nos va tendiendo la muerte, y desaparezcan como por escotillón con una gacetilla por epitafio” ( “Cartas desde mi celda”). Como un ladrón en la noche llegará ese momento en el que seremos despojados del cuerpo, de las ilusiones y planes proyectados, dejará de latir el corazón y el cadáver pronto será frío y rígido. Esto viene bien al pensar en cuánta felicidad equivocada se quiere sacar a través de las sensaciones efímeras que esclavizan, los apegamientos a gustos que dejan un regusto amargo de haber sido engañados, y el alma vacía... “Aquellos cuadros de Valdés Leal, con tanta carroña distinguida -obispos, calatravos- en viva podredumbre, me parece imposible que no te muevan. / Pero ¿y el gemido del duque de Gandía: no más servir a señor que se me pueda morir?” (J. Escrivá).

Cuando le plantearon la pregunta sobre Dios y la eternidad a Natalia Ginzburg, se recluyó en un silencio hecho de duda, duda de quien se siente pequeño ante palabras demasiado grandes y serias. En cambio, la visión cristiana es muy lúcida: “Todo lo de aquí abajo es un puñado de ceniza. Piensa en los millones de personas ya difuntas "importantes" y "recientes", de quienes no se acuerda nadie” (San Josemaría Escrivá). Este sentido de la vida ha de empapar todo lo que hacemos, para que nuestra realización personal sea consciente y plena, nos enriquezca en la edificación de una personalidad feliz: «¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt 16,26). En el mundo son miles de personas las que mueren cada hora, cientos de miles cada día, pasan del millón cada semana...; la parábola de las vírgenes prudentes y necias nos hace pensar en aprovechar el entendimiento para administrar el tiempo, tener aceite suficiente, que nos permite tener la lámpara encendida para cuando viene el Esposo (cf. Mt 25,1-13).