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La manzana de Eva


Alguna vez escuché que en una cena a la que asistió un Cardenal se produjo una situación un poco incómoda, pues una de las damas invitadas llegó vestida de forma especialmente llamativa (por la escasez de tela). Los demás comensales estaban a la expectativa de algún posible reclamo por parte del purpurado quien parecía no enterarse de la presencia de la joven en cuestión. Después de un buen rato, el Cardenal se dirigió a quien hacía cabeza entre los meseros solicitando con voz clara y serena que por favor le llevara una manzana a la provocativa damisela. En aquel momento alguien le preguntó al prelado el motivo de su indicación, a lo que él contestó aclarando que: seguramente sería útil para ella, pues el Génesis relata que cuando Eva comió de la manzana se dio cuenta de que estaba desnuda. 

En lo personal, alguna vez me han cuestionado el por qué ciertos sacerdotes no recriminamos a las damas que asisten bastante descubiertas a Misas de quince años, bodas y graduaciones. No puedo negar que muchas veces he sentido deseos de llamarles la atención a quienes no parecen darse cuenta de que están en un lugar de oración -la casa de Dios- donde, por lo menos, distraen a los demás asistentes; provocando, en unos, deseos lujuriosos, y en otros, sentimientos de indignación. Este tipo de fenómenos no son simples, pues en ellos concurren diversos factores como son: la relajación de las costumbres; la vanidad femenina -jugando de centro delantero-; la influencia de los medios de comunicación que promueven estilos de vida marcados con frecuencia por artistas de esas que podrían guardar sus trajes de baños en cajas de cerillos; la superficialidad sentimental en la que suelen basar muchas personas su religiosidad; la falta de autoridad de algunos padres de familia ante sus hijas. (Hoy en día los padres no se atreven a mandar, pero sus hijos, y sus hijas, sí que lo hacen y, normalmente, con excelentes resultados). Pienso que estas situaciones requieren manejarse equilibrando la exigencia con la prudencia, pues en nuestros días el devoto sexo femenino no es tan piadoso como bien apunta Octavio Paz: “Nuestras abuelas repetían interminables avemarías; nuestras hijas, eslogans comerciales” y si los sacerdotes perdemos de vista esto, podemos regañar a jovencitas -y no tan jovencitas- que sólo se acercan al templo en esas ocasiones, con lo cual podemos ahuyentar a quienes Dios está esperando para que, por medio de esos eventos, escuchen su palabra y regresen a su lado. En buena parte, la labor de los sacerdotes, en cuanto educadores, ha de consistir en enseñar que la virtud de la pureza es un adjetivo que puede calificar a realidades como el amor y el ser humano dándoles un valor agregado. Si hoy gastamos dinero para comprar agua pura y se legisla en todo el mundo para evitar que no sigamos contaminando el medio ambiente, es porque consideramos que el agua pura y el aire puro son de más calidad; son mejores. Este criterio debería ser norma de conducta en nuestra vida y en la educación que damos a los menores. Lo curioso es que mientras más avanzamos en lo procuración del buen ambiente físico, más descuidamos la pulcritud humana, y baste, para percatarnos de ello, prender la televisión. Víctor Hugo afirma: “si quieres civilizar a un hombre empieza por su abuela”. Lo malo es que muchas abuelas tampoco se pierden las telenovelas. ¿Será imposible convencer a las mujercitas de lo mucho que valen? ¡Qué difícil resulta combatir la vanidad de las jóvenes sobre todo cuando aparece el fantasma de la competencia! Las chicas deberían entender que son mucho más que simples estuches. Hay cajas hermosas destinadas a contener tesoros invaluables, y sin embargo, están vacías, por eso Leacock afirma que: “a menudo un hombre enamorado de un lunar, comete el error de casarse con la muchacha entera”.Ojalá pueda convencer a algunas personitas que al vestirse con ligereza comenten un error. Es cierto que al mundo venimos desnudos, pero tristemente los periódicos nos confirman -todos los días- que los seres humanos no siempre nos comportamos como deberíamos. La culpa de terribles crímenes y de tremendas tragedias familiares, en algún porcentaje se debe a la devaluación de la dignidad de las mujeres por parte de ellas mismas. No lo olvidemos: la hermosura es un arma de dos filos, y siempre es mejor cubrir las armas peligrosas en fundas.