Pasar al contenido principal

La Iglesia y el SIDA

La ONU dedica el 1 de diciembre a recordar una de las enfermedades que más estragos ocasiona en el mundo, especialmente en África: el SIDA.

Los datos publicados a finales del año 2004 han confirmado la gravedad de la situación: la epidemia sigue cobrándose millones de vidas. El número de contagiados no disminuye (se calcula que hay unos 39,4 millones de seropositivos); el virus HIV penetra en la vida de innumerables niños, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, en todos los continentes, pero especialmente en África; el número de muertos por AIDS este año 2004 alcanzaría un número aproximado de 3,1 millones de personas (la cifra podría ser mayor).

¿Qué hace y propone la Iglesia para paliar el dolor de millones de personas y para prevenir nuevos contagios?

Un punto central consiste en la atención y el respeto hacia el enfermo. Hay que evitar cualquier tipo de marginación o de condena. Mirar a un enfermo de SIDA como si fuese un “castigado por Dios” no es ni cristiano ni justo desde una perspectiva simplemente humana. Es cierto que algunos contraen la enfermedad por actos desordenados (por ejemplo, una excesiva promiscuidad sexual o por el uso de ciertas drogas), pero ello no quita el respeto que merece todo enfermo, ni destruye su dignidad de ser humano. A la vez, resulta injusto excluir o marginar a las personas seropositivas de la vida social, cuando podrían desarrollar con normalidad y sin riesgos muchas actividades laborales.

Sobre este punto, podemos hacer presente lo mucho que está haciendo la Iglesia. Se calcula que un 25 % de enfermos de SIDA reciben tratamiento en organizaciones de la Iglesia o promovidas por católicos, lo cual es una ayuda enorme. Y eso que la Iglesia no siempre recibe fondos de organismos filantrópicos que promueven campañas contra el SIDA, sino que tiene que financiarse muchas veces con la generosidad de millones de católicos que se sienten invitados a hacer algo por quienes viven situaciones tan dramáticas como esta.

Junto a la atención a los enfermos, la Iglesia invita a promover medidas de prevención, como se hace respecto de cualquier enfermedad contagiosa. La prevención debe aplicarse a los distintos niveles en los que es posible contraer el SIDA, es decir: en las relaciones madre-hijo (antes, durante o después del parto); en las transfusiones de sangre o a través del contacto con heridas; a través de relaciones sexuales; en ciertos modos de drogarse.

Respecto al contagio madre-hijo, se puede hacer mucho con una buena inversión en medicinas para África, como ya se hace en los países ricos. Por egoísmo o por otros motivos no claros, el mundo desarrollado no está ayudando como debería en este punto. Hoy es posible reducir el contagio materno-filial a porcentajes muy bajos con un buen seguimiento médico del embarazo y del parto, y con ayudas para evitar una lactancia peligrosa.

Respecto a la transmisión sexual, es claro que el método preventivo más seguro es la abstinencia antes del matrimonio y la fidelidad conyugal. Estos dos consejos coinciden con la doctrina de la Iglesia sobre la moral matrimonial, y tienen un valor antropológico muy rico, válido también para los no creyentes.

Si uno ha sido contagiado por el virus del SIDA, tiene una responsabilidad muy grave de evitar relaciones de cualquier tipo, incluso con preservativo (condón). Algunos critican fuertemente la posición de la Iglesia sobre este punto, pero tal posición tiene a su favor razones de peso. Cuando se trata de una enfermedad contagiosa y que implica peligro de muerte, no basta con reducir el riesgo de contagio como se puede hacer con el preservativo (dicen que resulta eficaz en un 90 % de los casos). Lo que hay que hacer, entonces, es optar por el medio más seguro (con una seguridad del 100 %): abstenerse de relaciones sexuales o de comportamientos peligrosos (compartir jeringas para drogarse, etc.).

Algunos, sin embargo, preguntan: si una persona contagiada (seropositiva) quiere tener relaciones “peligrosas”, ¿no sería bueno aconsejarle el uso del preservativo? La pregunta es un poco parecida a la de aquel que preguntaba: si alguien está decidido a matar a un enemigo, ¿le invitamos al menos a usar un narcótico para que la víctima no sufra? ¿Podemos proponerle un curso de puntería para que no se le escapen algunos disparos que hieran a otros que pasen por el lugar donde está la víctima?

Notamos en seguida que hay un vicio en el planteamiento de estas preguntas, pues ya estamos en una actitud equivocada de base. Siempre es bueno reducir daños, pero en temas de vida o muerte (ese es el caso del SIDA), no basta con una opción a favor de “reducir daños”, sino que hay que ir a fondo.

Podemos añadir, además, un dato estadístico a favor de la abstinencia. Las campañas basadas solamente en la promoción del uso de los preservativos han logrado pocos resultados en evitar nuevos contagios de SIDA. En cambio, las campañas que han defendido con claridad el valor y la eficacia de la abstinencia, como las promovidas en Uganda, ya están viendo sus frutos. Los datos hablan por sí solos: con programas implementados desde 1992 a favor de la abstinencia y de la fidelidad conyugal, se ha reducido la tasa de contagios en Uganda en un 50 %. El número de infectados ha pasado de un 12-14 % (1991) a un 4-5 % (2003) de la población.

En conclusión, el SIDA sigue siendo un reto para la comunidad internacional, llamada a ayudar a los países más afectados. A la vez, es una invitación a evitar comportamientos discriminatorios contra los enfermos o los seropositivos, y a omitir aquellos actos que puedan ser causa de nuevos contagios. La postura de la Iglesia católica a favor de la abstinencia y la fidelidad, y el esfuerzo por atender a los millones de enfermos de SIDA son, en este sentido, una contribución muy valiosa para defender la vida y la salud de tantos seres humanos necesitados de un apoyo fraterno, que es siempre la base de cualquier justicia social.