La apertura al amor es una de las características más profundas y más hermosas del ser humano.
Estamos hechos, física y espiritualmente, para amar. Toda nuestra existencia se explica desde el amor y para el amor. Sin amor, somos incomprensibles, como un coche sin ruedas o como una pantalla sin imágenes.
El amor orienta al hombre y a la mujer a la total entrega mutua en el matrimonio. Esta vocación a darse plenamente al otro muestra de un modo profundo que somos imagen y semejanza de Dios.
Como dice el “Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica” (n. 337): “Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el Matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, «de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Mt 19,6)”.
Juan Pablo II explicaba esta idea con gran profundidad: “El hombre se ha convertido en 'imagen y semejanza' de Dios, no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas que el varón y la mujer forman desde el principio. Se convierten en imagen de Dios, no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión” (Catequesis de los miércoles, 14 de noviembre de 1979).
Los dos textos anteriores fueron citados por Benedicto XVI durante los actos finales del Encuentro Mundial de las Familias (Valencia, 8-9 de julio de 2006). Con esos textos el Papa quería explicar una hermosa afirmación que acababa de formular: “La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor” (discurso en la vigilia con las familias, 8 de julio de 2006).
Por eso Benedicto XVI subrayaba en ese mismo discurso una idea central para la vida de cualquier familia y de la entera sociedad: “la familia es una escuela de humanización del hombre, para que crezca hasta hacerse verdaderamente hombre. En este sentido, la experiencia de ser amados por los padres lleva a los hijos a tener conciencia de su dignidad de hijos”.
Toda vida inicia, por lo tanto, desde un amor doble. Por un lado, los esposos se aman plenamente, se dan el uno al otro. Sin límites, con la mirada puesta en el bien del otro, con la apertura a la gran riqueza de la propia fecundidad mutua que permite que marido y mujer lleguen a ser cooperadores de Dios en la transmisión del don de la vida.
Por otro lado, la apertura de la mutua donación lleva a la apertura al hijo, que es amado por sí mismo, que es visto como don dentro del don. Lo explicaba así Juan Pablo II en su “Carta a las familias” (n. 11):
“Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de «una sola carne», la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin ella, el matrimonio sería vacío, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo «tú» humano se inserta en la órbita del «nosotros» de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo: «nuestro hijo...; nuestra hija...». «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gn 4,1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser humano, esperado durante nueve meses y «manifestado» después a los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear como un espacio adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como «don». Así es, efectivamente, desde el principio. ¿Podría, quizás, calificarse de manera diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don del Creador a la criatura”.
Cuando el hijo se descubre centro del amor, cuando reconoce que existe porque es amado por sí mismo, entonces puede entrar en el dinamismo del amor.
Primero lo recibe, lo acoge, lo celebra. Descubre que la vida es hermosa. Palpa que su existencia es no sólo respetada y protegida, sino, sobre todo, amada. Entra en un ámbito de amor precisamente porque recibe mucho amor.
Luego, al tomar conciencia de que existe como fruto del don recíproco entre sus padres, al saber que llegó a convertirse “en don para los mismos donantes de la vida” (Juan Pablo II, “Carta a las familias” n. 11), descubrirá que su verdadera vocación consiste en darse, en amar como fue amado. Esta es la auténtica humanización que cada hijo empieza a vivir al nacer en familias basadas en el amor genuino y completo.
Benedicto XVI formuló una idea parecida en la homilía pronunciada en Valencia el 9 de julio de 2006:
“El padre y la madre se han dicho un «sí» total ante Dios, lo cual constituye la base del sacramento que les une; asimismo, para que la relación interna de la familia sea completa, es necesario que digan también un «sí» de aceptación a sus hijos, a los que han engendrado o adoptado y que tienen su propia personalidad y carácter. Así, éstos irán creciendo en un clima de aceptación y amor, y es de desear que al alcanzar una madurez suficiente quieran dar a su vez un «sí» a quienes les han dado la vida”.
La familia es, por lo tanto, la principal y más completa escuela de humanización. Desde el Evangelio estamos llamados a descubrir esta vocación profunda del matrimonio y de la familia. Las nuevas generaciones recibirán, entonces, junto al magnífico tesoro de la fe, el testimonio de padres que viven desde el amor y para el amor. Lo cual es, en cierto modo, anticipar un pedazo de cielo en esta tierra hambrienta de esperanza y necesitada de familias verdaderamente enamoradas...