El pluralismo es un dato ineliminable en muchas sociedades de nuestro tiempo. En el mismo estado, en la misma ciudad, conviven personas de ideas, religiones, culturas distintas, a veces muy distintas...
El gobierno, el parlamento, las autoridades locales, no pueden ignorar este dato. Surge, entonces, la pregunta: ¿es posible legislar y gobernar según una ética que debería ser aceptada por todos? ¿O hay que limitarse a normas muy genéricas que garanticen la máxima libertad a las personas y a los grupos?
El problema es viejo, y las soluciones ante el mismo son variadas. Presentar dos propuestas antagónicas, extremas, pueden guiarnos hacia la respuesta.
Según la primera propuesta, el estado no sólo debería asumir un ideario ético, sino que tendría que imponerlo a todos los ciudadanos. Esta perspectiva ha caracterizado y caracteriza a los estados totalitarios, que buscan someter y reducir al silencio a quienes tienen ideas éticas y políticas distintas o contrarias a las impuestas desde arriba, si es que no llegan a expulsar o eliminar a los “diferentes”.
Según la segunda propuesta, el estado debería renunciar a cualquier ideario ético y político, para garantizar la máxima libertad a los individuos y a los grupos, y para permitir que cada individuo pudiera vivir según las propias convicciones éticas. Se trataría de un estado “libertario”, aunque para algunos tal modelo sería, simplemente, la destrucción del estado.
Entre estas dos propuestas extremas existen numerosas posibilidades intermedias, algunas más cercanas a la primera, otras más cercanas a la segunda.
Volvamos a nuestra pregunta: ¿es posible encontrar una ética que sirva para iluminar y orientar las decisiones del gobierno? Tal ética, ¿debería ser “impuesta” a todos los miembros de la sociedad? Quizá podamos dar con la respuesta si reflexionamos en lo que significa la palabra “estado”.
Un estado existe no como simple agregación de individuos, sino como una organización social que busca defender ciertos valores fundamentales de las personas y de los grupos, y que promueve, en el respeto de tales valores, modos concretos de alcanzar el bien común.
Pensar así al estado, como defensor y promotor de algunos valores básicos, significa aceptar una cierta visión ética, un modo de pensar según el cual es posible determinar qué estaría permitido y qué estaría prohibido en la vida social.
Entonces, surge la pregunta: ¿qué visión ética sería adecuada para construir un estado justo? ¿Cómo conjugar la adopción de una ética con la existencia del pluralismo en la sociedad?
La respuesta necesita evidenciar el objetivo que caracteriza a todo estado verdaderamente justo: la promoción del bien común, la tutela de los derechos humanos fundamentales. Ello implica, por un lado, reconocer tales derechos y aceptarlos como buenos, como origen de las normas que regulan la vida social. Por otro, individuar qué opciones individuales y de grupo van contra tales derechos y no pueden ser admitidas en una sociedad pluralista, pues de lo contrario sufriría un enorme daño la convivencia y el respeto a los derechos humanos básicos.
Existen, sin embargo, grupos culturales e ideológicos que piden, en nombre del pluralismo, que sean tolerados o legalizados en el estado actos como el aborto, la eutanasia, la distribución libre de la droga, la posibilidad de vender órganos del propio cuerpo, la clonación, etc.
El estado, sin embargo, no viola el respeto del legítimo pluralismo cuando prohíbe comportamientos o actividades que implican violar los derechos de otros o producen graves daños en la convivencia humana.
El caso del aborto es paradigmático. No es correcto, en nombre de la tolerancia a las minorías, permitir el aborto, sencillamente porque cada aborto es la eliminación injusta de una vida humana inocente, de un hijo en el seno materno.
Otro caso, presente no sólo en algunos países de África, sino también entre poblaciones de emigrantes en Europa o América, es el de la infibulación femenina. Esta práctica tiene, hay que reconocerlo, un apoyo cultural fuerte en algunos grupos minoritarios, pero ello no quita la crueldad y la injusticia que se comete contra la mujer que sufre este tipo de agresiones físicas. Un estado justo sabrá erradicar, incluso perseguir, a quienes cometan este tipo de actos, aunque para ello tenga que oponerse a grupos culturales que tienen una visión ética diferente de la ética propia del estado.
El mundo moderno necesita reconocer el valor incondicional de los derechos humanos para promover la justicia por encima de permisivismos libertarios o de dictaduras opresoras. Es decir, necesita buscar y asumir una ética básica que sirva no sólo para emanar leyes justas y gobernar rectamente, sino para defender aquellos principios fundamentales que sirven para vivir en una sociedad auténticamente buena.
Ello será posible desde una “gramática trascendente”, según una bella fórmula usada por el Papa Benedicto XVI. Tal gramática “está inscrita en las conciencias, en las que se refleja el sabio proyecto de Dios”, y nos permite acoger un “conjunto de reglas de actuación individual y de relación entre las personas en justicia y solidaridad” (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2007).
Con esta gramática una sociedad podrá ser realmente “sociedad”, unión de personas desde unos principios éticos irrenunciables y válidos para todos. Desde tales principios será posible erradicar injusticias presentes en algunos miembros o grupos sociales, y acoger aquellos comportamientos aceptables en un mundo sanamente pluralista.