Un hombre que sí tenía tiempo.
A los 61 años, el hombre de hoy ya piensa en retirarse y gozar, si se puede, de su pensión duramente adquirida. Piensa que ya no tiene tiempo.
Pero a esa edad llegó a la Nueva España, Vasco de Quiroga. No era sacerdote, era un caballero noble, abogado, muy de la confianza de su rey. Y a esa edad comenzó a vivir un sueño, a construir una utopía, una república cristiana de indios. Fray Juan de Zumárraga lo ordenó sacerdote y obispo de Michoacán a sus 68 años. Murió a los 95 en plena actividad mientras realizaba una visita pastoral en Uruapan. Está enterrado en su catedral inconclusa, en Pátzcuaro y el pueblo agradecido lo recuerda con el dulce nombre de Tata Vasco.
¿Qué hizo? Era un anciano en flor. Parecía que nunca pensaba morirse y, lleno de esperanza, amó la vida y trabajó buscando la felicidad de los que amaba. Enseñó a los indios a trabajar el cobre, a hacer imágenes, a tallar maderas, a decorar primorosamente las jícaras y otros utensilios con ricas lacas, a fabricar guitarras, textiles, cerámica y mil cosas más. Introdujo el plátano por primera vez en este continente y otros productos del viejo mundo. Él fundó en Pátzcuaro el Colegio de San Nicolás. Él sí tenía tiempo. Tenía esperanza.
La búsqueda de la felicidad
La Esperanza es, para los que creemos en Dios, una virtud que nos hace anhelar la felicidad eterna, el cielo. Pero también se entiende como un valor humano que nos hace buscar sin cansancio, sin desaliento, la felicidad aquí en la tierra. Para los creyentes, la esperanza es construir el cielo ya desde nuestra vida en la tierra.
La esperanza implica un gran amor a la vida y el entusiasmo sostenido por vivirla responsablemente, plenamente.
Cuando dos jóvenes inician una nueva familia, lo hacen llenos de esperanza y nosotros les deseamos que sean felices para siempre. Pero la felicidad no llega como la lluvia del cielo, tenemos que esforzarnos por construirla.
Los bienes materiales son importantes para conseguir ser felices. La miseria esclaviza y denigra. Pero no podemos limitar nuestra felicidad a la obtención y goce de esos bienes y, mucho menos, sacrificar los bienes espirituales y humanos al anhelo desmedido de tener. Pobres de los que ponen las ganancias por encima de su familia ¡y de su moral!
Cuando se acaba la esperanza
La adversidad se hace presente en nuestra vida a veces como consecuencia de la irresponsabilidad propia, a veces por la de otros e, incluso, por el simple hecho de vivir en este mundo.
El desempleo, la enfermedad, la muerte de un ser querido, la incomprensión o el engaño de nuestros seres amados nos sumen en la incertidumbre, en la desilusión... en la tristeza profunda. Otras veces es el vacío, la falta de ilusiones, el hastío lo que nos hace caer en la desesperanza.
La drogadicción y el alcoholismo son enfermedades libremente adquiridas, con frecuencia, por buscar una salida a la desesperanza. El suicidio es una puerta falsa que se abre por la desesperación.
¡Qué triste es ver a un jovencito que ya no tiene interés en la vida! Tan triste como ver a un anciano que le suplica a Dios que lo recoja porque ya nada tiene que hacer aquí.
El conformismo, el acomodamiento, el dejar hacer, el ya no hacer nada por una mejoría, el abandono, el dejar de soñar, son signos de desesperanza.
¿Cómo se cura esa enfermedad?
Descubriendo las raíces, buscando los valores que dan firmeza y razón a nuestro existir.
Los primeros cristianos representaban la esperanza como una cruz-ancla que nos daba seguridad en medio de las tormentas de la vida. El ancla evita que una nave sea arrastrada por las olas.
La esperanza renace cuando volvemos a gustar la felicidad de sabernos útiles y capaces de hacer el bien a otros. Salimos de las tinieblas de la muerte en vida cuando descubrimos la luz del amor desinteresado al prójimo. Saber que todavía somos necesarios nos renueva y nos obliga a seguir viviendo.