Estamos iniciando el Santo Tiempo de Cuaresma, camino de preparación espiritual para la celebración de la fiesta central de todo el Año Litúrgico: la Pascua, en la cual conmemoramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo Nuestro Señor.
La Cuaresma es, antes que nada, un tiempo de conversión a Cristo para crecer en verdad y en autenticidad de fe y para fortalecer nuestra coherencia entre lo que decimos y lo que vivimos. La conversión cuaresmal no exige entrar en nuestro interior para descubrirnos frente a la mirada de Dios que nos ve desde dentro y sabe nuestras luchas, proyectos, debilidades y pecados.
La Cuaresma supone ciertamente un cambio de mentalidad, pero que no se reduce sólo a cambiar nuestros pensamientos, sino a revisar con valentía la forma de vida que llevamos y los criterios que nos mueve en nuestra decisiones; así, ayudarnos por la fuerza del Espíritu Santo, iniciamos un cambio nuevo.
El gran reto en nuestra vocación de creyente es lograr superar un estilo de vida en el que lo “cristiano” sea sólo cuestión de nombre, sin que nos comprometa a vivir una conducta en conformidad a la voluntad del Padre.
Se convierte quien llega a decisiones que se hace concretamente en las exigencias de la vida diaria, quien tiene la sabiduría y la valentía de ir a lo más importante, a lo que es como el centro del que se deriva luego las actitudes que nos definen como cristianos.
No es que sólo debamos convertirnos durante la Cuaresma; la verdad es que la conversión es el camino que debe seguir siempre el discípulo en el seguimiento de Jesús; este es un empeño que abarca toda la vida. Pero, durante la Cuaresma se intensifica los recursos que la Iglesia nos ofrece para ser fieles en el camino de la fe, camino siempre en riesgo y amenazas de las tentaciones.
Las prácticas propias de la Cuaresma, como la oración, el ayuno y la limosna, son recursos que nos ayudan a purificarnos y a hacer el silencio interior que nos permite ir al encuentro de Jesucristo vivo. En las prácticas cuaresmales, frecuentes en algunas de nuestras tradiciones, hay el riesgo de quedarnos sólo en lo exterior, e la superficie, sin calar en profundidad.
Hay quien pone todo su esfuerzo sólo en algunas privaciones llamadas “penitencias cuaresmales”, pero la mortificación cristiana no cumple su finalidad si quedara solamente en el sufrimiento por el sufrimiento, y si no nos conduce al descubrimiento del Cristo y a la práctica de la caridad fraterna. Recordemos la enseñanza paulina:
“Aunque repartieran todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha” (I Cor. 13, 3).
Tomemos conciencia de nuestra condición de hombres frágiles y necesitados siempre de conversión. Aprovechemos la oportunidad de esta Cuaresma que nos prepara a las festividades pascuales, anuncio triunfo de Cristo Resucito.