En noviembre de 2006 la revista TIME exhibía en su portada el titular “Dios contra la ciencia” (God vs Science, 05.11.2006) acompañado de una sugestiva ilustración: lo que parece ser la imagen de un Rosario, se transforma, poco a poco, mientras la imagen asciende, en una cadena doble de ADN. El mensaje de fondo en la ilustración se asoma claro: la ciencia está sustituyendo paulatinamente a la religión. Las preguntas que antes respondía la fe, con su teología y sus especulaciones, aparecen hoy resueltas por la ciencia y sus descubrimientos.
Si es verdad que la fe y la ciencia se encuentran en franca oposición, y si las respuestas que el hombre encontraba anteriormente en su religión han sido superadas por la ciencia moderna, ¿hay todavía lugar para la fe en una sociedad transformada por el progreso científico? ¿Puede un hombre sensato seguir sosteniendo razonablemente sus creencias religiosas?
Estas son preguntas que en el corazón del hombre contemporáneo reclaman respuestas urgentes. De ello fue consciente Juan Pablo II, y desde el inicio de su pontificado buscó ofrecer respuestas convincentes y profundas.
En un encuentro con científicos y estudiantes en la catedral de Colonia en 1980, Juan Pablo II expresó que, aunque la fe y la ciencia son dos órdenes de conocimiento distintos, autónomos en sus procedimientos, no pueden contradecirse realmente. ¿Cómo podrían hacerlo si el Dios que creó el orden del Universo y dio al hombre la capacidad de razonar es el mismo Dios que se nos reveló en Jesucristo? La ciencia y la fe, aun siendo dos caminos autónomos, convergen al final descubriéndonos una realidad completa que tiene su origen en el mismo Dios (cf. Juan Pablo II, Encuentro con científicos y estudiantes, 15.11.1980. Se puede consultar en italiano en el siguiente enlace).
Una declaración así de atrevida traería a la mente del lector el célebre caso Galileo, que para muchos representa un ejemplo incontestable de la verdadera enemistad entre la ciencia y la fe católica. Juan Pablo II no era ajeno a esta objeción. Él mismo reconoció tiempos difíciles en la relación entre la ciencia y la fe, y deploró que Galileo haya tenido que sufrir en sus investigaciones científicas intromisiones indebidas de parte de hombres y organismos de la Iglesia (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias con motivo de la conmemoración del nacimiento de Albert Einstein, 10.11.1979. Se puede consultar en el siguiente enlace).
Para renovar la antigua amistad entre ciencia y fe, había primero que limar las asperezas y reconocer los errores que algunos cristianos han cometido en este campo a lo largo de la historia. Juan Pablo II reconoció en el caso Galileo una deuda pendiente, y buscando la reconciliación, no tuvo miedo en pedir perdón.
Hacia el final de los años 90, el Papa polaco volvió a profundizar en la cuestión. En su encíclica Fides et Ratio, publicada en 1998, declaró que lejos de ser acérrimas rivales, fe y razón se necesitan mutuamente, del mismo modo en que un ave necesita de sus dos alas para volar. Sin sus dos alas, la fe y la razón, el espíritu humano, no podrá elevarse a la contemplación de la verdad total.
Sin el ala de la fe la razón se vería atrapada en el engaño del cientificismo, que afirma que la ciencia, con sus conocimientos comprobables en un laboratorio, es la única forma de conocer la realidad. Bajo esta óptica, las verdades de la fe no existen sólo porque son imperceptibles a los ojos de la ciencia experimental. Esta afirmación es comparable a la del hombre que afirma que las ondas de radio no existen, sólo porque sus ojos son incapaces de percibirlas.
Sin el ala de la razón, la fe sería fácilmente reducida a mito o superstición, y dejaría de ser una propuesta universal. Una fe auténtica necesita de una razón audaz.
¿Creer en la ciencia o en Dios? La de Juan Pablo II, es una respuesta incluyente: ciencia y Dios. ¿Por qué hacer una opción exclusiva? Creer en la ciencia porque descubre al hombre un mundo ordenado y fascinante, que por otro lado ya estaba aquí desde antes de su llegada; y creer en Dios, que ha dejado en los humanos esa extraña comezón que les lleva a preguntarse el porqué de todo. ¿Por qué el hombre es el único capaz de hacerse estas preguntas?