La búsqueda del sentido de la vida.
Hace 10 años, el 2 de septiembre de 1997, moría en Viena un famoso psiquiatra, Viktor Frankl. Su voz se difundió por los cinco continentes a través de innumerables conferencias en las que defendió su teoría psicoterapéutica: la logoterapia. Sus libros continúan entre nosotros y nos dan un testimonio particularmente vivo a favor de la dignidad del hombre, de un hombre dotado de libertad y de responsabilidad con las que puede hacer el bien o el mal. No podemos recordar en pocas líneas lo que nos enseñó este hombre, un hebreo que sobrevivió al horror de los campos de exterminio nazi. Quizá su misma lucha en favor de la vida y de la dignidad de cada ser humano sea el resultado de una experiencia profunda que habla más que sus palabras. De todos modos, vamos a espigar algunas ideas de Frankl que encierran una fuerza particular. Cada hombre, tú, yo, el más desgraciado de los miserables, tenemos dentro de nosotros una mente y un corazón que nadie puede tocar, que nadie puede destruir. Es cierto que nos pueden secuestrar, encadenar, amenazar. Pero nadie nos puede obligar a pensar lo que no queremos, ni amar lo que odiamos, ni despreciar aquello que es lo más importante para nosotros. A lo sumo, podrán dañar nuestro sistema nervioso o destruir partes importantes de nuestro cerebro, pero entonces no habrán doblegado la capacidad del espíritu: un hombre enloquecido no puede usar plenamente de sus facultades, no es capaz de amar en plenitud. En los campos de concentración, decía Frankl, los verdugos querían anular la dignidad y las energías espirituales de sus prisioneros. Algunos, quizá muchos, sucumbían, y llegaban a ser con sus compañeros tan crueles como crueles eran los carceleros. Pero otros, con una energía espiritual indestructible, eran capaces de abrir el corazón a la esperanza, de ayudar al vecino de cama menos afortunado, o de soñar, al anochecer, entre el frío y el cansancio, en la esposa o el esposo que quizá les seguía esperando en algún rincón del planeta. No han desaparecido, por desgracia, los campos de concentración y de exterminio. Pero resulta dramático encontrarse con jóvenes o adultos desesperados, dispuestos al suicidio o al abandono, cuando conservan a veces todas sus energías físicas e, incluso, bienes materiales más que suficientes. ¿Por qué su angustia, por qué su "neurosis"? Quizá, nos diría Frankl, porque no han encontrado el sentido de su vida. Es cierto que muchas neurosis tienen un origen psicosomático. Pero también es cierto que hay neurosis que nacen, precisamente, del sentimiento del fracaso de quien no tiene ningún proyecto serio por el que luchar, por el que sufrir. Cada hombre y mujer, en esta tierra, puede vivir para algo, puede vivir para alguien. Querer vivir "para nada", en la desesperación y en el vacío de quien busca atrapar el placer del momento sin ningún proyecto serio, sin ningún amor sincero, es caminar hacia la propia destrucción emocional y existencial. Es un suicidio moral, quizá tan grave como el suicidio físico, al que no pocas veces, por desgracia, conduce. Por eso la terapia a la neurosis moderna radica en ayudar a los demás (y ayudarnos a nosotros mismos) a descubrir nuestro quehacer, nuestra misión en esta vida. No se trata de encontrar que de la noche a la mañana puedo empezar a ser pintor, o médico, o bombero. Lo que debo hacer, con seriedad y con realismo, es ver lo que ha sido mi trayectoria personal para coger los hilos que me dicen qué espera de mí la vida, qué anhelan los demás de mi existencia. Un marido descubrirá, tal vez, que se ha drogado con su trabajo y ha dejado de lado a aquella a la que amó algún día, y que no piensa en sus hijos sino cuando hay que tocar temas económicos. Un borracho llorará al darse cuenta de lo mucho que podría consolar a su madre enferma si dejase, esta vez para siempre, las cervezas para cumplir con sus deberes de hijo. Un joven que vive de discoteca en discoteca descubrirá, si tiene valor para pensar en serio, que una buena familia no nace de las fiestas, sino del estudio y del trabajo de quien decide amar de verdad a quien hoy es la novia y mañana será su esposa para siempre. Alguno pensará que hay situaciones sin sentido. Un cáncer en un adolescente, un accidente de carretera que deja inválido a un padre de familia, una hemorragia cerebral que obliga a una madre a quedarse para siempre en una silla de ruedas, ¿pueden tener un significado, un valor? Frankl nos diría que sí. El espíritu humano es tan fuerte que puede sobreponerse al dolor y darle una luz y un significado superiores. También es cierto que puede haber quien no soporte ni un dolor de estómago y que se desespere cuando pierde el dedo de una mano. Pero eso es señal de un fracaso más profundo: no hemos sabido descubrir lo que la vida nos estaba pidiendo en los pequeños o grandes dolores de cada día. En el horizonte de las infinitas situaciones humanas, Frankl supo descubrir la presencia ignorada y escondida de Dios. Hay un designio que nos supera, nunca comprendido del todo; hay un proyecto en el que cada uno tiene un lugar maravilloso. Descubrir ese proyecto de Dios, pensado para mí, para mi propia felicidad y para el bien del mundo, es una tarea que nos pide a todos abrir el corazón a la esperanza. El dolor no es el fracaso de una vida sin sentido. El dolor es una invitación a dar sentido a lo que parece una vida fracasada, pero no lo es: todo vale en el horizonte del amor de Dios. Hace 10 años Frankl cruzaba la frontera del misterio. Aquí trabajó para ayudarnos a descubrir el sentido de la vida. Allá verá todo, junto a Dios, en la plenitud de su significado. En palabras de otro enamorado de la vida, el Papa Pablo VI, podríamos añadir, en el respeto de la fe judía del gran psicólogo austríaco, que "todo es don; detrás de la vida, detrás de la naturaleza, del universo, está la Sabiduría: y después, lo diré en esta despedida luminosa (Tú nos lo has revelado, Cristo Señor) ¡está el Amor!". Un amor que es más fuerte que la muerte, que el odio, que la enfermedad. Ese es el mensaje que nos dejó Viktor Frankl. Acogerlo y vivirlo toca a cada uno, desde su situación personal, desde lo que le pide la vida y, más en profundidad, desde lo que le pide ese Dios que nos espera a todos en un cielo para siempre.