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Juan Pablo II y el martirio

En su carta programática Tertio Millennio Adveniente, publicada el mes de noviembre de 1994, Juan Pablo II subrayó: “Al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires... El testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes... Es un testimonio que no hay que olvidar... En nuestro siglo han vuelto los mártires, con frecuencia desconocidos, casi “militi ignoti” de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible no deben perderse en la Iglesia sus testimonios” (TMA, nº 37).

“Un testimonio que no hay que olvidar”, y que es preciso hacer conocer principalmente a las nuevas generaciones, que tienen en sus manos el futuro de la evangelización. Por eso es que Juan Pablo II se convirtió en un decidido promotor de las causas de beatificación y de canonización de los mártires. Además del enorme acerbo de espiritualidad y de vida cristiana ejemplar que Juan Pablo II ha dejado a la humanidad, también es justo considerarlo a él mismo como uno de esos “testigos por excelencia”, un mártir de la verdad y de la fe en Jesucristo del pasado siglo y del inicio del tercer milenio.

Esta afirmación se apoya en el hecho de que él estaba firmemente persuadido que el testimonio de los mártires de todas las épocas es el más convincente. Por ello, a lo largo de su fecundo pontificado beatificó y canonizó muchos mártires, especialmente del siglo veinte, para proponerlos como modelos a la Iglesia que afronta en el mundo globalizado la magna tarea de la nueva evangelización. El tema del martirio cristiano fue muy querido por el Papa polaco y no sólo como un interés cultural, sino como realidad evangelizadora y experiencial, puesto que en la figura del mártir se combinan la fe y la vida de una manera indisoluble. Podemos decir que Juan Pablo II mismo merece ser considerado como uno de estos grandes testigos de la fe del siglo veinte.

El martirio cristiano

Todo bautizado está llamado a participar durante su vida terrena, de algún modo, en la pasión de Cristo para completar la obra de la redención del mundo. Cierto que al hablar del martirio entendemos que se trata de una vocación específica y de un don que Dios concede solamente a unos pocos, pues no todos los bautizados están llamados a ser mártires de sangre. Aunque el martirio es sólo uno de los varios carismas con que cuenta la Iglesia, también es verdad que todo bautizado está llamado a seguir al Señor y tener alguna participación en su pasión, aunque mínima, a fin de completar en nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo por su Iglesia.

El primer escalón importante del progreso en la vía de la perfección cristiana consiste en la mortificación de los propios apetitos y tendencias desordenadas, que de no controlarse llevan a la persona a volverse viciosa, esclava de sus caprichos y por consiguiente a rebajar su propia dignidad. Mas para que la mortificación adquiera un sentido cristiano, ha de ser aceptada con amor y por eso mismo de un modo libre. En este sentido resulta una analogía válida decir que los santos -aquellos hombres y mujeres que pade¬cieron grandes mortificaciones y pruebas, llenando de amor sus vidas- sean parangonados con los mismos mártires, pero en este caso hablamos del martirio moral, no del de sangre; sino de aquel martirio cotidiano, lento y heroico, pero no por ello menos meritorio a los ojos de Dios .

El már¬tir cristiano recibe del Espíritu Santo el don de la fortaleza en grado sumo para que pueda confesar su fe en Cristo, en aquel mo¬mento definitivo cuando le quitan su vida de modo violento y público. Este es el tipo de mártir que acompaña a Cristo en el sacrificio del Calvario. Mártir del Calvario. Luego está el otro tipo de mártir, aquel martirio del testimonio lento de días interminables y de la fidelidad puesta a prueba en duras circunstancias: el del martirio moral, aquel que es llamado por Cristo para que le acompañe durante las lentas horas de su agonía mística en Getsemaní. Mártir del Huerto. Con este tipo de mártires cristianos la santa Iglesia se ha visto abundantemente enriquecida en su largo peregrinar histórico.

No hay duda que para Juan Pablo II el ideal más elevado de vida cristiana lo ocupa la figura del mártir, el testigo de Cristo por antonomasia, aquel que ha llevado una vida acorde con la verdad que cree y que proclama con los hechos. Esto lo expresó el Papa en su poema Stanislaw: La palabra no convirtió, la sangre convertirá. El modelo supremo de Jesucristo es ser testigo de la verdad, pero no con la sangre de los agresores o de los pecadores, sino a través de su propia sangre ofrecida libremente.

13 de mayo de 1981: Juan Pablo II mártir

Y no sólo la figura del mártir es el ideal cristiano más alto para el Papa Juan Pablo II, sino que él mis¬mo lo experimentó en su propia persona primero con la persecución comunista en su patria, después con la crítica constante hacia su magisterio petrino, por parte de algunos cerebros inconformes y desobedientes, y de manera singular en el transcurso del tercer año de su pontificado, con un atentado criminal que casi puso fin a su vida, aquella imborrable tarde del 13 de mayo de 1981 en la plaza San Pedro. Este atentado contra su vida es un hecho misterioso que de algún modo se encontraba revela¬do dentro del Tercer Secreto de Fátima.

En un artículo aparecido en el diario vaticano, L'Osservatore Romano, del 12 mayo de 2003, veintidós años después del atentado contra el Papa, el autor sostiene la tesis de que se quiso eliminar al Papa «porque molestaba». El atentado contra Juan Pablo II, que tuvo lugar un 13 de mayo de hace 22 años no fue «por casualidad», sino porque este Papa molestaba. L'Osservatore Romano recuerda aquella soleada tarde de mayo en la plaza de San Pedro en la que el turco Mehmet Alí Agca disparó contra el pontífice mientras pasaba en el papamóvil durante la audiencia general a los peregrinos.

Según el editorial del diario, firmado por su entonces director, Mario Agnes, «no se puede y no se debe considerar que fue un hecho acaecido por casualidad y ya archivado». No se puede prescindir de aquel acto sangriento para "leer" este pontificado. Para comprender el misterio de un hombre cuya sangre bañó la plaza que lleva el nombre de Pedro. Si bien las implicaciones de lo sucedido siguen siendo oscuras, el hecho queda en pie», afirma. «Según algunas maneras de pensar, Juan Pablo II molestaba. Y se trató de quitar de en medio a esta alta autoridad, pero no se logró acallar esa voz». «Aquel atentado, concluye M. Agnes, ha hecho que la voz de este Papa alcance mayor autoridad, independientemente «de las convicciones filosóficas y religiosas» de quien le escucha. En el atentado, el Papa fue herido de gravedad en el abdomen y corrió el peligro de morir desangrado mientras lo transportaban al Hospital Gemelli de Roma, donde fue sometido a una larga y delicada operación. Juan Pablo II atribuye el haber salido vivo de ese atentado a la intercesión especial de la Virgen de Fátima, cuya fiesta se conmemora justamente el 13 de mayo, en recuerdo de la primera aparición de María, en 1917, a los tres pastorcillos portugueses. En el año 2000, con motivo del Jubileo, el Papa hizo público el contenido del «tercer secreto de Fátima», interpretándolo, justamente, como la profecía de un atentado contra un pontífice... 

Por su parte, Don Stanislaw Dziwisz –actual arzobispo de Cracovia en Polonia--, quien fuera el fiel secretario particular del Santo Padre durante más de cuarenta años de su vida, primero en Cracovia y los últimos 27 pasados junto al Pontífice, es también de la firme opinión que el martirio forma parte de la vida extraordinaria de Juan Pablo II. En el último libro del Papa polaco, “Memoria e identidad” hay unas páginas que relatan el atentado contra el Papa, y en una de sus intervenciones Don Stanislaw se expresa así:

“Considero un don del cielo el milagroso retorno del Santo Padre a la vida y a la salud. El atentado, en su aspecto humano, sigue siendo un misterio... En el aspecto divino, el misterio consiste en todo el desarrollo de este acontecimiento dramático, que debilitó la salud y las fuerzas del Santo Padre, pero que en modo alguno aminoró la eficacia y fecundidad de su ministerio apostólico en la Iglesia y en el mundo. Pienso que no es ninguna exageración aplicar en este caso el dicho: Sanguis martyrum semen christianorum. Tal vez había necesidad de esta sangre en la plaza de San Pedro, en el lugar del martirio de muchos de los primeros cristianos. El primer fruto de esta sangre fue sin duda la unión de toda la Iglesia en la gran oración por la salud del Papa. Durante toda la noche después del atentado, los peregrinos venidos para la audiencia general y una creciente multitud de romanos rezaban en la plaza de San Pedro. Los días sucesivos, en las catedrales, iglesias y capillas de todo el mundo, se celebraron misas y se elevaron plegarias por  la recuperación del Papa” .

Los frutos de su martirio

Así pues, es claro que aquel atentado del 13 de mayo de 1981, que casi resultó un martirio sangriento para el Papa Juan Pablo II, también ha reportado muchos frutos para la Iglesia, a lo largo de su fecundo e impresionante pontificado de más de 27 años. Aún es pronto para sacar un balance de todos los dones que Dios ha aportado al mundo y a la Iglesia con este pontificado, mas sí resulta conveniente preguntarse sobre cuáles serían algunos de los frutos que el sufrimiento físico y moral del Papa polaco ha alcanzado para bien de la Iglesia y el mundo.

En primer lugar, es palpable constatar cómo se ha visto fortalecida la unidad de la Iglesia universal en torno al Papa y su magisterio de verdad, en el último cuarto de siglo. Algunas de sus encíclicas más célebres e influyentes como “Evangelium Vitae” (El Evangelio de la vida), “Veritatis Splendor” (El Esplendor de la Verdad), “Fides et Ratio” (La fe y la razón) o “Ecclesia de Eucharistia” (La Iglesia vive de la Eucaristía), así lo demuestra porque han legado al mundo y a la Iglesia un patrimonio de doctrina clara y sólida para afrontar y superar los grandes retos de la cultura relativista en este siglo de la nueva evangelización. A estas encíclicas magisteriales se puede añadir el completísimo Catecismo de la Iglesia Católica, impulsado por él, y que hoy es un indispensable instrumento de consulta y de formación para todo fiel.

Por otro lado, el episcopado mundial conforma hoy una colegialidad más fuerte, unida y en su inmensa mayoría fiel a la Sede de Pedro. Otro fruto muy notable de su magisterio pontificio es el fuerte y valiente impulso que el beato Juan Pablo II dio con su  autoridad a la tutela de la fami¬lia tradicional, cual baluarte de la sociedad y de la vida humana, que es sagrada desde su inicio y en todas sus fases. Él se constituyó un promotor incansable y defensor decidido de la Cultura de la Vi¬da en esta etapa difícil de la historia humana que ha atravesado ya el tercer milenio y que va cargando sobre sus espaldas la responsabilidad histórica de millones de vidas inocentes truncadas cada año por el aborto en todo el mundo. Es parte del “mysterium iniquitatis” que acompaña a la historia y contra el que lucha la Iglesia en su misión evangelizadora.

Juan Pablo II también anunció con esperanza profética la llegada de una nueva “Primavera” de la Iglesia, cuyo primer esplendor pu¬dimos admirar sobre todo a lo largo del Año Santo jubilar del 2000, y que culminó con la presencia en Roma de más de dos millones de jóvenes que vinieron a escuchar la voz de Pedro, durante aquella inolvidable Jornada Mundial de la Juventud. En otro campo está el im¬pulso formidable dado por Juan Pablo II al diálogo ecuménico en el arduo camino hacia la unidad cristiana, así como su apoyo decidido y abierto a los diversos Movimientos cristianos de seglares comprometidos en el campo eclesial y misio¬nero, que el Espíritu Santo ha suscitado dentro de la Iglesia. Bastaría con recordar, entre otros, el encuentro que tuvo con varios de los responsables y representantes de los principales Movimientos eclesiales, el día de Pen¬tecostés del año 1998 en la plaza san Pedro.

En resumen, podemos afirmar que casi todas las actuaciones del nuevo beato que se analicen, a lo largo de sus años de pontificado, se ve la fecundidad y la esperanza que este gran Papa ha logrado infundir en la gente. Todo es fruto, en buena medida, gracias al martirio de su vida ofrecida a Dios en holocausto por la salvación de las almas que le fueron confiadas, como Pastor supremo. Juan Pablo II sabía muy bien cuál es la fuerza de convicción y de testimonio personal que supone el martirio cristiano, pues él mismo sufrió un cuasi martirio sangriento. Por eso, a lo largo de su pontificado beatificó y canonizó con su autoridad de Jefe de la Iglesia a numerosos mártires de todos los países.

El siglo veinte pasará a la historia como el “Siglo de los Mártires”, dado el número impresionante de testigos de la fe que murieron en México, Armenia, España y durante el terror comunista y nazista, principalmente. La importancia y trascendencia que para Juan Pablo II significan el martirio y la figura de los mártires cristianos está más que comprobada.

Juan Pablo II y el martirio

Es oportuno concluir este breve ensayo citando algunos de los pensamientos más relevantes del Papa Juan Pablo II acerca del martirio, tomados de documentos varios, de discursos y homilías.

La muerte en el martirio
“La realidad de la muerte en el martirio es siempre un tormento; pero el secreto de esa muer¬te está en que Dios es mayor que el tormento. La prueba del sufrimiento es grande, probar como oro en el crisol es duro; pero más fuerte es la prueba del amor, más fuerte es la gracia” .

Testigos por excelencia
“La prueba suprema es el don de la vida, hasta aceptar la muerte para testimoniar la fe en Jesucristo. Como siempre en la historia cristiana, los mártires, es decir, los testigos, son numerosos e indispensables para el camino del Evangelio. También en nuestra época hay muchos: obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, así como laicos; a veces héroes desco-nocidos que dan la vida como testimonio de la fe. Ellos son los anunciadores y los testigos por excelencia” .

Testimonio culminante de la verdad moral
“Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe, no obstante, un testimonio de coherencia que todos los cristianos de¬ben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica... La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida” .

Un signo perenne
“Un signo perenne, pero particularmente significativo, de la verdad del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor... El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires).Serán capaces los cristianos del próximo siglo de ser tan fuertes como lo fueron los mártires?”