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Juan Pablo II


Está señalado que cuando el colegio cardenalicio ha elegido al nuevo Papa, y después de que acepta la elección, éste ha de asomarse al balcón central de la Basílica de San Pedro y limitarse a pronunciar la bendición sin decir ningún discurso. Sin embargo, hace 26 años Juan Pablo II rompió el protocolo, y en perfecto italiano, dijo: “Alabado sea Jesucristo. Queridos hermanos y hermanas, ahora estamos todos adoloridos después de la muerte del amadísimo Papa Juan Pablo I. Y he aquí que los eminentísimos cardenales han llamado a un nuevo Obispo de Roma..., lo han llamado de un país lejano..., lejano pero siempre cercano por la comunión en la fe y en la tradición cristiana... Yo he tenido miedo de recibir esta nominación, pero... pero lo he hecho en espíritu de obediencia a nuestro Señor y en la confianza total en Su Madre, la Virgen Santísima. No sé si podré expresarme bien en vuestra... en nuestra lengua italiana, si me equivoco ya me corregirán ustedes...”.

En otro de mis artículos titulado “Pobre Papa” me compadecía de aquel que tenga que suceder a Juan Pablo II; pues mientras más se iba encorvando –por el paso de los años, y el peso de su labor– más alto estaba dejando el listón. Pareciera imposible, pero entre los más de seis mil quinientos millones de personas en nuestro planeta no resulta nada fácil encontrar a otro que tenga la calidad de este gigante, pero, gracias a Dios, este asunto no se maneja por criterios de competitividad, es decir, el futuro Papa no estará obligado a hablar más idiomas; ni a hacer más viajes; tampoco deberá superar el número de canonizaciones; ni podrá exigírsele que contribuya más que él a la transformación de la estructura social y política del mundo. Ni tampoco que supere ese carisma personal con el que ha conquistado el corazón de millones de personas en el mundo entero. 

A lo largo de su pontificado nos hemos acostumbrado a una forma de guiar la Barca de Pedro con unos modos y exigencias maravillosos: metido en Dios y en lo más profundo del ser humano. Con los pies en la Tierra y la cabeza en el Cielo. Con un corazón donde la gracia divina crea un espacio en el que –holgadamente– hemos cabido todos y cada uno de nosotros sabiéndonos comprendidos y amados por ese hombre de Dios.

Ante este fenómeno de gracia divina y calidad humana, vale la pena preguntarnos si cada uno de nosotros hemos aprendido a entender el verdadero sentido de la vida. Ahora bien. ¿No será que enamorados de su imagen, tan alta, ni siquiera nos planteamos la lucha personal que nos haga mejores seres humanos y, como consecuencia, mejores hijos de Dios? No cabe duda, nos ha quedado grande Juan Pablo II, pero no deberíamos perder de vista que detrás de todo esto está la voluntad de un Dios que dándonos este gran regalo espera que sepamos valorarlo superando el miedo de luchar para caminar al paso que él nos ha marcado. 

Catorce encíclicas; doce exhortaciones apostólicas, diez cartas apostólicas; diez textos de catequesis sobre las tres divinas personas y otros temas; el Código de Derecho Canónico; el Catecismo de la Iglesia Católica; cuatro Constituciones; cientos de beatificaciones y de canonizaciones; innumerables discursos y mensajes; miles de vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada; millones de decisiones de lucha por la santidad dentro del estado laical... Todos hemos sido testigos de la santidad de Su Santidad. Qué claro nos ha quedado que no supo cuidar de él mismo con tal de ayudarnos a encontrar a Aquel a quien ha representado desde 1978 en la Santa Sede y desde mucho tiempo antes, como sacerdote y obispo. No sin razón ya son muchos quienes aseguran que dentro de poco se le conocerá como “Juan Pablo Magno”. Por otra parte en estos días no faltarán los “expertos” que comiencen a hacer todo tipo de elucubraciones sobre el futuro de la Iglesia. Un futuro que sólo Dios, y nadie más que Él, conoce. Ese tipo de “vaticanistas” están mucho más cerca de la Baticueva que del Vaticano. 

Es buen momento para rezar pidiendo a Dios Espíritu Santo que siga guiando a la Iglesia y nos ayude a nosotros a secundar su voluntad para vivir de acuerdo al ejemplo maravilloso de Juan Pablo II.