1. POSTURA DE JESÚS ANTE LAS COSAS MATERIALES.
Las imágenes y comparaciones de los lirios del prado, de los pájaros del cielo, del sembrador y su relación con la tierra, de los pastores y el rebaño, del grano y la era, del pan y la sal y el candelero, hacen comprender que las cosas no le eran indiferentes, sino que en El había simpatía por ellas.
Cierto es que hay que prescindir de las sentimentalidades de la leyenda y de la "literatura" piadosa. Para entender correctamente su relación con las cosas, hay que remontarse a la idea de la creación divina en el Antiguo Testamento. Las cosas no son "naturaleza" en el sentido de la Edad Moderna; y lo que acontece siempre no es un proceso natural con fundamento en sí mismo, sino que brota del imperativo de Dios. A este Dios creador y ordenador se refiere Jesús, sólo para perfeccionar su imagen como la del Padre, y la de su actuación como la de su Providencia. Con estas ideas queda claro cómo ve Jesús las cosas; para El no son datos científico-naturales, ni líricos ni culturales, sino objeto e instrumento de la Providencia.
Jesús no solo se encuentra en casa entre las cosas, sino que también se siente como su Señor, porque su voluntad coincide con la del Padre. El es el enviado; su voluntad no es privada, sino orientada enteramente a la misión. Por eso en la obediencia precisamente a esa "misión", "le ha sido dado todo poder en cielo y tierra"; un poder que es tan grande como el del Padre el pensamiento queda suspenso, pero es propiamente lo que quiere decir Jesús. Pero nunca sin el Padre, o contra El, en obediencia a El: "Mi Padre actúa siempre, y yo actúo también". (Jn. 5,17) La frase: "si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a aquella montaña; Vete de aquí a allá; y se irá" Mt. 17, 21), no sólo expresa un caso límite para la fe de los que le siguen, sino también su propia conciencia; sólo que en El no hay una "fe" en nuestro sentido, sino más bien aquello que incita y hace posible nues tra fe, a saber, el encontrarse esencialmente en la verdad y la voluntad del Padre. Por eso le obedecen las cosas.
En cuanto se toman los milagros con el carácter que efectivamente tienen, se echa de ver que la voluntad de Jesús tiene con las cosas un especial contacto de realidad; pero ese contacto no procede de ninguna "fuerza" de especie superior, sino de la obediencia; de su unidad con la voluntad del Padre y la gran marcha de la Historia Sagrada, que se cumple de hora en hora. La efectividad de Jesús está en este punto entre el imperativo del Padre, por el cual El saca adelante al mundo que viene, y la fe del hombre, que se inserta en la Providencia.
¿Cómo percibe Él el valor de las cosas, su utilidad, su alegría, su preciosidad?
Ante todo hay que dejar sentado que Él no es insensible; de otro modo, no tendría sentido un acontecimiento que exhala tan pura verdad como la tentación en el desierto (Mt. 4, 1 y ss.). Los reinos del mundo pueden ser usados como tentación sólo para aquel que siente su esplendor. Jesús tampoco vive "ascéticamente"; lo dice El mismo en relación con el modo de vida del Bautista. Le reconoce a éste absolutamente, pero El por su parte vive de otra manera, y le llaman por eso "un comilón y un borracho" (Mt. 11, 18, y ss.). Un relato como el de la boda de Cana muestra cualquier cosa menos desprecio por las cosas; lo mismo que lo contado también por San Juan sobre la unción con el precioso bálsamo de nardo en Betania (Jn. 2, 1 y ss.; 12, 1 y ss.)
Por otro lado. El mismo alude a su carencia de hogar y propiedades (Mt. 8, 20; 19, 21). Jamás muestra una atención especial por el valor de las cosas. Incluso, avisa de su peligro; véase especialmente en sus palabras sobre los ricos, con los vaticinios, en la comparación del ojo de la agu ja, en la historia del pobre Lázaro, y así sucesivamente.
Se puede decir con toda razón que El era perfectamente libre ante las cosas; y ello no por superación y espiritualización, sino por su esencia. Las cosas, para El, están sencillamente ahí, como parte del mundo de su Padre. Las utiliza cuando viene a mano, y disfruta de ellas, sin hacer de ello una ocupación especial.
Las cosas para El no representan un peligro, pero sí para los hombres. A éstos, sin embargo, no les exige que prescindan de las cosas, como exigía toda concepción del mundo ascética o dualista, sino que se liberen de ellas. Esto se expresa especialmente en la historia del joven rico (Mt. 19, 16 y ss,) A la pregunta de éste sobre qué debía hacer para alcanzar la vida cietera, responde Jesús: cumplir los mandamientos; y esto a su vez significa usar las cosas justamente en obediencia a la voluntad de Dios. Con eso, todo estaría en orden. Pero en cuanto despierta buena disposición a más, Jesúsia confirma; entra incluso en el acuerdo del "amor" con ella. No porque hay allí un hombre que quiere soltarse de las cosas malas, sino porque tiende a mayor libertad y amor. Entonces él le dice: "Vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres". Con eso Jesús no exige en absoluto que todos hayan de ser pobres. Algunos han de serlo; a saber, aquellos que lo pueden entender". Estos atestiguan entre los hombres la posibilidad de liberarse de todo, y ayudan así, a los que permanecen en el uso de las cosas, para alcanzar la libertad en el uso.
2. COMO USO JESÚS LOS BIENES MATERIALES.
Jesús nace pobre, vive pobre, muere pobre. Su pobreza no es teatral, pero la clasifica entre aquellos que nadie protege y que, viviendo a merced de las circunstancias, se encuentran de un día a otro expuestos a la peor miseria. Una medida administrativa le hace nacer fuera del hogar de su familia, la insignificancia de sus padres les cierra la puerta de un albergue lleno, y su cuna es un comedero en un establo. Tal es la señal por la que le reconocen los que le descubren, los primeros, y que son ellos también pobres: "un recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc. 2, 12). Durante años, en Nazaret, es un trabajador como los demás. Cuando se da a conocer entre los hombres, vive sin afectación, sin tener nada, ni casa ni fortuna, subsiste a la vez de limosna y del trabajo, en parte probablemente de la pesca de sus discípulos, y en buena parte, en todo caso, de la generosidad de algunas mujeres devotas que se unen a El lleva una dura existencia, conoce el hambre, la sed, la fatiga, el azar de huéspedes acogedores y de puertas que se cierran.
Como no hace alarde de su pobreza. Jesús no tiene complacencia en la miseria. Proclama bienaventurados a los pobres, a los afligidos, a los hambrientos, pero no puede soportar ver llorar a una madre por su hijo y multiplica los panes para impedir que el gentío sufra hambre. No concede valor en sí a la privación y a la desnudez, no exalta al pobre porque no tenga nada sino porque es capaz de recibirlo todo. El mismo no tiene ningún escrúpulo de ser invitado y tratado con largueza, a alojarse en casas amigas, a rodearse El y los suyos de atentas dedicaciones. Muere sin dejar nada, pero es amortajado en un suntuoso sepulcro. La pobreza no es para El un reglamento a seguir a la letra, un programa imposible de modificar. Es fácil pero total porque es su ser mismo.
No se trata de buenas palabras; esas palabras que San Juan ha meditado largamente traducen y explican un comportamiento de todos los días, sensible en todos los Evangelios. Jesús no se pertenece, y uno de los signos de ese desposeimiento es su manera de vivir en el tiempo, de emplear el tiempo.
Unas de las formas de riqueza es "tener tiempo ante sí", de poder disponer a su antojo de los momentos que vienen, de emplearlos a su gusto y dedicar al ocio lo que uno desea, de elegir el instante en que place obrar. No disponer de su tiempo, sentirse de la mañana a la noche controlado por la sirena del taller, el ritmo de la cadena, los horarios de transportes y almacenes, de levantarse y de comer, es una de las formas crueles de la des posesión de sí que sufre hoy el hombre. Poder desplazar sus horas de trabajo, aunque sean más numerosas y más cargadas que las de otros, hoy es lujo de los privilegiados. En una civilización diferente, y que a menudo más que la nuestra conocía el precio del ocio, Jesús ve toda su existencia absorbida y despojada de si misma. No absorbida por la prosecución de planes grandiosos, sino despojada por las exigencias del instante inmediato, por la necesidad de otros No tiene un instante que le pertenezca y de que disponga a su fantasía. Apenas llega a alguna parte, acuden a Él, llevando lisiados y enfermos. De la mañana a la noche tiene que hablar, curar, escuchar, explicarse, defenderse, hasta el punto de que le sucede "no tener tiempo ni para comer"(Mc. 6, 31). Después de puesto el sol todavía le traen enfermos, y por la mañana, al ser de día, tras horas de oración solitaria durante la noche, ya ha abandonado la ciudad, porque "es necesario que vaya a otra parte" (Mc. 1, 32-38). Una vez, una sola vez, el Evangelio señala su intención de tomarse un poco de descanso, pero es para aliviar a sus discípulos, agobiados, y el proyecto cambia bruscamente al encontrarse Jesús frente al gentío y la desgracia (Mc. 6,31). Ejemplo típico: el único tiempo libre que Jesús entrevé se le escapa porque su tiempo no le pertenece, pues está enteramente consagrado al Padre y a su obra. Y la oración no es, en esa vida devorada por la tarea presente, un momento de libertad y de olvido, una diversión en el sueño. Es, por el contrario, el tiempo en que Jesús se concentra todo entero, reúne sus fuerzas para obtener del Padre la fecundidad de su trabajo y que venga el Reino de Dios.
Limitado en su tiempo, y no pudiendo distraerse un momento, Jesús sin embargo, no está nunca forzado o empujado. Pobre de tiempo, nunca, sin embargo, es avaro de él. Un signo habitual de riqueza es el de estar o parecer muy ocupado. El rico, o aquel que quiere serlo, cuentan los minutos que se le escapan como otras tantas ganancias que se desvanecen. Jesús no parece jamás impaciente, con prisa de acabar. Señal de su dominio sobre Sí mismo, señal, sobre todo, de su total dedicación a los demás. Su tiempo, no es más precioso que el de aquellos desgraciados que le asedian; su tiempo en verdad no es de El, sino de aquellos que le necesitan.
Su muerte revela su pobreza. Al pie de la cruz su madre, algunas mujeres, no tienen para consolarle más que sus lágrimas. Sus discípulos le han dejado, o renegado, o traicionado. Jamás habían esperado sus enemigos "un triunfo tan completo. Ni un movimiento a su favor en la ciudad, ni una protesta. Dios, de quien se pretende Hijo, muestra bien por su silencio de, qué lado está la verdad; le ha dejado hacer milagros durante un tiempo, pero a la hora decisiva le ha abandonado. Impostura o ilusión, poco importa, está claro esa tarde que Dios no está con El. Le bastaría soltarle de la cruz, todo el mundo se habría convencido y sus jueces los primeros habrían aplaudido esa victoria inesperada. Pero ahora todo ha terminado, Dios se calla hasta el final, Jesús ha muerto en la miseria total, no solamente en la pobreza del que muere sin dejar nada, sino del que muere como un fracasado, en el instante en que aparece la verdad, la nulidad de la empresa que ha lanzado.
Pero Jesús resucita, él Hijo de Dios entra en su gloria y todo, 'pensamos, va a cambiar. Terminada la prueba, las cosas van a tomar su curso normal. Este es el punto en que la sabiduría humana se encuentra verdaderamente superada, confundida por la fuerza de Dios. Que Jesús nazca, viva y muera en la pobreza, cierta penetración humana puede presentir cierta naturalidad y grandeza. La vanidad de la riqueza, la tontería o la bajeza que produce tan frecuentemente en sus fieles hace tiempo que el hombre tiene conciencia de ello, y muchas culturas, cuando no están totalmente corrompidas, conocen la grandeza del miserable suplicante.
Jesús resucita en la gloria de su Padre, y esta gloria llena el cielo y la tierra. Todas las riquezas de la creación son de El; invulnerable al dolor, al desfallecimiento y a la muerte, posee al mismo tiempo por todas partes el universo entero, dispone del porvenir, hasta la consumación de los siglos. Reuniendo a sus discípulos en una alta montaña, que evoca aquella donde Satanás le había hecho contemplar los reinos de la tierra, toma por su cuenta la afirmación engañosa del diablo: "Me ha sido concedido todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt.28, 18; cf. Lc. 4,6). Sin embargo, ese poder no es el de la riqueza. Jesús resucitado no aporta a los suyos ni la fortuna ni menos la menor mejora de su género de vida. Por una paradoja que desconcierta nuestra ingenuidad, de la afirmación "Todo poder me ha sido dado" saca la conclusión cuya lógica nos parece extraña: "Marchad, pues, y en todas las naciones haced discípulos..." Les previene también que su existencia reproducirá exactamente la que han llevado en su seguimiento, mientras vivió en medio de ellos, en el polvo de los caminos, la incertidumbre de la acogida, a merced de la indiferencia o de la hostilidad, cargado de un mensaje temible, sin medios humanos para imponerse. ¿Es esto todo lo que Cristo resucitado aporta a los suyos?
Hay algo más extraño quizá; ¿Jesús mismo ha llegado a ser rico? De las riquezas de la tierra es natural que prescinda, ahora que toda la creación está a su disposición. Pero esa pobreza más profunda ¿Que le distinguía ese modo de depender de los hombres, de los acontecimientos, de la conducción del Padre, no sé encuentra idéntica después de la resurrección? ¿Qué ha cambiado en El? Resucitado debía, a nuestro parecer, imponer su presencia en Jerusalén y conquistar a aquellos que anteayer le desafiaban a descender de la cruz.
Serían los primeros en aclamarle, y su resurrección sería realmente un triunfo. Sería mucho más que un triunfo personal, el cambio de una ciudad entera, de un pueblo, la conversión de Israel, el triunfo de Dios. Sin embargo el triunfo de Jesús se reuce a algunas apariciones con testigua preparados. Jerusalén queda dividida, en parte removida, pero en el fondo hostil y con frecuencia perseguidora, y la conversión del pueblo judío, simplemente iniciada no es hoy todavía para el cristiano más que una esperanza cierta, vivida en la pobreza de la espera.
Jesús resucitado no se impone más que Jesús mortal, y permanece el Hijo que recibe todo de su Padre, "que se eleva a su Padre" (Jn. 20, 17), que envía a los suyos "la promesa del Padre" (Act. 1, 4). Y que les confía "en el tiempo fijado por la sola autoridad del Padre" (Act. 1,7). El Cristo resucitado sigue siendo el Cristo pobre de Belén y del Calvario. Aquel que ha elegido por amigos a los pobres y pequeños, y que tiene con ellos, ahora que ha entrado en la gloria, la misma confianza familiar, la misma humanidad sencilla.
Los suyos son siempre los pobres, y en ellos permanece presente para nosotros después que ya no es visible: los pobres, los enfermos, los prisioneros, los que durante su vida componían sus contornos habituales y que permanecen hasta el fin de los siglos su prolongación personal. El Cristo resucitado es siempre el pobre, el dejado porque nos embaraza y abandonamos al borde del camino.