Y, ¿cuál fue el objeto de la fidelidad de Jesucristo? Compendiándolo todo en una sola palabra, diríamos que fue fiel a su misión. Analizando esta misión de Jesucristo, encontramos implicados en ella, primeramente a su Padre, como voluntad suprema y trascendente que se impone. Toda la vida de Cristo gravita en torno a esta voluntad, se siente amorosamente perseguido y urgido y determinado por ella. Nada ama más Jesucristo y el evangelista que dar constancia de la presencia de esta voluntad en la vida de Jesucristo y de su cumplimiento minucioso.
Nosotros amamos lo que vemos. Es un poco difícil amar lo que no vemos. En cuanto más cercanas están las personas y las cosas, más las podemos amar. Este hecho pone un problema serio para los hombres de hoy y en realidad de todos los tiempos: ¿cómo podemos amar a una persona a quien no vemos? Dios es invisible y así tiene que ser. Dijo Pascal: “Si Dios existe, es invisible”. Cristo nos invita a amar a alguien invisible.
Si no fuese por el hecho de que Cristo nos invitó a amar al Dios invisible, hubiéramos dicho que era una imposibilidad. Pero para Cristo también, por lo menos en cuanto a su naturaleza humana, Dios fue invisible. Parece ser que El sufrió esta ausencia “humana” de Dios cuando estaba en la cruz: “Eloí, Eloí, ¿por qué me has abandonado?”. Parece que Cristo buscó contacto con su Padre durante toda su vida. Se nota especialmente en su vida pública donde los evangelistas narran que Él “se retiraba a orar.”
Su contacto con Dios se puede describir en el término “filiación”. Por eso Él nos dijo que al orar dijéramos “Padre nuestro, que estás en el Cielo...”
Para poder amar a Dios como lo hizo Cristo, tenemos que descubrir a Dios como Padre. Podríamos decir que Cristo vino a este mundo, entre otras cosas, a revelarnos esta gran verdad: Dios es nuestro Padre.
Ciertamente nadie es hijo de Dios como lo es el Hijo de Dios. La relación entre Cristo y su Padre es única e irrepetible. Pero Él nos ha revelado un gran secreto: Dios quiere ser también nuestro Padre.
Parece una ilusión el querer amar a una persona invisible. Esta consideración nos puede ayudar a entender cómo es posible. Un chico se enamora de una chica. Seguramente en el inicio siente una atracción meramente física hacia ella. Poco a poco va descubriendo otras cualidades en ella: es una chica muy íntegra, que respeta a los demás y le gusta que los demás le respeten; además es piadosa, pues no falla en la asistencia a la misa dominical. El chico detecta con el paso del tiempo más y más cualidades interiores en su amada. Si él se casa con ella, después de cincuenta años de vida de casados, probablemente la amará más por sus dotes interiores que por sus cualidades exteriores.
Nosotros también podemos amar a Cristo aunque no lo veamos con los ojos físicos. Al meditar en el Evangelio y al hablar con Él en la Eucaristía y en otras ocasiones, podemos detectar la belleza de su personalidad y enamorarnos de Él. El amar a Cristo es amar al Padre, pues Él dijo una vez al Apóstol Felipe: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre. El Padre y Yo somos una sola cosa.”
La finalidad de estas meditaciones es precisamente ésta: tratar de mostrar la belleza y armonía de la personalidad de Cristo. Debemos recordar esas palabras que Él dijo a la Samaritana: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te está pidiendo agua, tú la hubieras pedido y él te hubiera dado agua viva que salta hasta la vida eterna.” El “don de Dios”, además de ser la vida de gracia, es el conocimiento y la amistad con Cristo.