Diversos autores atacan decididamente a los católicos porque “pretenden poseer la verdad”, porque piensan que los demás están equivocados. Tales críticas tienen distintos orígenes y variantes. Vamos a fijarnos ahora en dos principios o ideas que suelen sostener estas críticas.
La primera consiste en suponer lo siguiente: quienes creen poseer la verdad están incapacitados para el diálogo, porque es imposible dialogar si uno de los interlocutores cree poseer la verdad y piensa que el otro está equivocado.
Este presupuesto encierra una contradicción no siempre puesta en evidencia. Por un lado, afirma como algo seguro, firme, verdadero, que quienes creen poseer la verdad están incapacitados para el diálogo. Por otro lado, quien afirma lo anterior supone (implícita o explícitamente) que sólo pueden dialogar quienes no creen que poseen la verdad. Entonces, ¿no se está afirmando algo, lo anterior, como verdadero? ¿No se cree como verdad, incluso “indiscutible”, un punto de vista?
Además, la idea de que sólo pueden dialogar quienes no creen poseer la verdad es una buena excusa para excluir de cualquier tipo de debate a los católicos. Parece como si hubiese miedo a invitar a aquellas personas que tengan convicciones claras, que estén seguros de sus certezas. Como si tales personas no fuesen capaces de dialogar, incluso como si fuesen muchas veces intolerantes y “peligrosas”. Con tales excusas, muchos católicos quedan excluidos de no pocos ámbitos públicos y educativos. En otras palabras, se discrimina a los católicos con la excusa de que son “inferiores” e “incapaces” de dialogar por no aceptar la “verdad” defendida por estos críticos.
En realidad, los católicos auténticos no sólo no son peligrosos e intolerantes, sino que poseen aquella convicción profunda que les permite ser los mejores dialogantes y los más tolerantes. Saben que todo ser humano merece respeto porque es amado por Dios y porque está llamado a vivir en el amor. Y ese respeto es el mejor presupuesto para iniciar cualquier diálogo.
Tal convicción va unida a otra: todo ser humano tiene derecho a ser ayudado en el camino hacia la verdad. Especialmente por parte de su familia, que es la primera responsable de la educación de los hijos. Pero también en otros ámbitos, como la escuela, o la universidad, o el mundo de los medios de comunicación social. Ofrecer las certezas de nuestra fe no daña a nadie, sino que dignifica a quienes desean escuchar y conocer las palabras de amor que nos dejó Jesucristo con su venida al mundo.
La segunda idea que usan algunos críticos del “dogmatismo católico” consiste precisamente en señalar que es excesivamente pretencioso, incluso hasta soberbio, creer que unos llegan a poseer la verdad, y que otros estarían equivocados.
Son numerosas y frecuentes las invitaciones a la “humildad” y al reconocimiento de los límites del conocimiento humano. Miles de años de historia demuestran, según algunos autores, que no existen verdades absolutas. Lo que ayer era considerado como “verdad” hoy se ha demostrado completamente equivocado. Lo que hoy consideramos como “científicamente cierto” mañana quedará escrito en el anecdotario de los grandes errores de la historia humana.
Además, nos dicen que el mundo globalizado y “multicultural” lleva a los hombres y mujeres a abrirse a nuevos puntos de vista. En el puesto de trabajo, en la universidad, en el barrio, convivimos personas de distintas religiones y de ideas filosóficas contrapuestas. La interrelación debería crear, según repiten estos autores, una actitud más abierta hacia los otros, lo cual se logra a través de redimensionar el valor de las propias certezas, hasta reducirlas a opiniones que no pueden ser mejores que las opiniones defendidas por los otros.
A cada persona y a cada grupo, aclaran estos autores, se le reconoce el derecho a acoger una visión religiosa o filosófica en total libertad. Pero ninguno debería tener la “soberbia” de decir que su posición es verdadera y que los demás están equivocados. Especialmente, insisten, llegaría la hora de un gesto de humildad y de apertura a esta nueva situación por parte del Papa y de la Iglesia católica, una de las agrupaciones que todavía mantiene, en el mundo contemporáneo, la idea de poseer la verdad.
Pero estas reflexiones adolecen de un error de perspectiva, pues ven a la religión católica como si fuese simplemente el resultado de un camino humano, pensado por algunos individuos más o menos inteligentes. Si se redujese el catolicismo a esto, a una construcción cultural y religiosa, entonces se podría conceder a nuestros críticos algo de razón. “Algo”, no todo: si a un nivel simplemente humano una persona llega a descubrir una verdad en algún campo del saber, tal verdad vale siempre aunque a ella se opongan miles y miles de votos democráticos y de opiniones equivocadas. No todo dato de las culturas puede quedar reducido a “opinión” sin fundamento cierto, pues hay conquistas de algunos pueblos que valen para todos y para siempre; como, por ejemplo, la defensa de los derechos y la igualdad entre el hombre y la mujer.
Pero la religión católica no es simplemente un producto cultural levantado por hombres geniales. Es una religión que parte del reconocimiento de que Dios ha entrado en la historia, de que Cristo es el Hijo del Padre que ha venido a salvar al ser humano. Tal reconocimiento es el punto de partida de la Iglesia católica, y la Iglesia nunca podrá renunciar a la certeza que tiene de estar construida sobre una acción divina en el mundo.
Es cierto que muchos no reconocen este origen divino de la Iglesia. Pero no pueden imponernos a los católicos, por el respeto que merece cualquier conciencia, a renunciar a esta convicción profunda. Como tampoco los católicos, según enseña el Concilio Vaticano II, podemos imponer a nadie que den los pasos necesarios para alcanzar la fe en Jesucristo.
Los católicos, con todo el respeto que merecen nuestros críticos, creemos que estamos en la luz, que poseemos la verdad; no sobre cualquier tema (la Biblia no es un manual de ciencias naturales ni de química orgánica), sino sobre aquello que se refiere a la salvación y al sentido más profundo de la existencia humana. Lo creemos no por méritos propios, ni por orgullo insensato, ni por una testarudez que nos lleva a adherirnos a pasados ya caducos. Creemos, simplemente, gracias al Amor del Padre que nos ha manifestado algo de su misterio al enviarnos al Hijo, y que nos dejó el Espíritu Santo por el que podemos llamar “Padre” a Dios, y por el que podemos amar a nuestros hermanos.
Desde la experiencia de ser hijos de Dios, los católicos estamos llamados a ofrecer al mundo el testimonio de nuestra esperanza y de nuestras certezas; desde razones respetuosas, pero seguras; y, sobre todo, con un amor que abre corazones al diálogo y que permite superar miedos y barreras levantadas por numerosas incomprensiones y luchas del pasado.