La Iglesia católica es acusada con cierta frecuencia de ser una sociedad autoritaria, fundamentalista, incapaz de adaptarse a la mentalidad de su tiempo, insensible a los problemas y deseos de la gente común.
La acusación es lanzada especialmente por personas y grupos que promueven la legalización del divorcio, del aborto, de la eutanasia, del “matrimonio” entre personas del mismo sexo, del consumo liberalizado de las mal llamadas “drogas ligeras”.
Para afrontar estas críticas conviene recordar cuál sea la naturaleza del verdadero autoritarismo.
El autoritarismo consiste en defender y pretender que el “gobernante” o las autoridades gocen de plenos poderes para hacer y deshacer las leyes y las estructuras sociales sin ninguna restricción, de acuerdo a los propios intereses, ideas, deseos o proyectos.
En esta perspectiva, no existiría una “ley natural”, ni normas éticas universales, ni tradiciones “sagradas”, ni derechos humanos que pudieran limitar en lo más mínimo los poderes absolutos del gobernante. El político gozaría de una capacidad ilimitada para legislar, decretar, organizar o desorganizar simplemente por el hecho de detentar el poder.
No pensemos que el autoritarismo existe sólo en algunos reyes o dictadores del pasado y del presente. También hay autoritarismo y dictadura allí donde una aparente democracia, dominada por un partido político fuertemente ideologizado, legaliza el crimen del aborto, o permite la destrucción de embriones para el “progreso” de la ciencia, o cambia arbitrariamente la definición de matrimonio, o permite el divorcio como capricho aceptable sin motivo alguno, o promueve sistemas económicos donde los trabajadores son explotados en contratos injustos, o impide la reunificación de un emigrante con sus familiares.
Igualmente, hay autoritarismo cuando un gobierno, arropado por el voto de un parlamento, impone en las escuelas la ideología de un partido, violando así el derecho de los padres de familia de escoger la formación ética y religiosa de sus hijos.
Si nos fijamos ahora en la Iglesia, notaremos que es lo más opuesto a una organización autoritaria. Sus “dirigentes” (el Papa y los obispos) no pueden cambiar, hacer y deshacer según le plazca. En otras palabras, la autoridad de la Iglesia no es arbitraria, no está sometida a las opiniones e intereses de un grupo de poder, ni puede cambiar sus enseñanzas según las modas.
¿Por qué? Porque la Iglesia existe no como una sociedad inventada por los hombres y sometida a las decisiones de los hombres. La Iglesia existe y camina en la historia desde su impulso inicial, que viene de Cristo, del Padre, en el Espíritu Santo.
Para ser fiel a su propia esencia, la Iglesia debe limitarse a acoger, explicar y difundir las enseñanzas del Maestro: no tiene poderes para inventar ni cambiar nada de aquello que haya recibido.
Así, la Iglesia no podrá nunca modificar los dogmas para que nadie se sienta excluido o marginado, ni dirá que el aborto o la eutanasia son cosas buenas, ni cambiará la definición de matrimonio, ni propondrá conductas sexuales inmorales como si fueran correctas, ni aceptará sistemas económicos que vayan contra la dignidad de los trabajadores.
El autoritarismo, entonces, no está en la Iglesia, sino en muchos ideólogos que critican a la Iglesia, mientras buscan imponer sus ideas contra los más elementales derechos humanos o contra el respeto que merece la vida de los más indefensos: los niños no nacidos, los ancianos, los pobres, los enfermos.
Hace falta abrir los ojos para reconocer que muchos ataques contra la Iglesia pretenden, de modo subrepticio, debilitar a una institución que incomoda a los defensores de totalitarismos inhumanos. Piensan algunos, a veces con cierta ingenuidad, que sin un “enemigo” tan poderoso podrán algún día imponer sus proyectos inhumanos a pueblos enteros e indefensos.
A pesar del “chaparrón”, a pesar de críticas incontables, a pesar de presiones autoritarias, la Iglesia no dejará de proclamar, con sencillez y confianza, la verdad sobre Dios y sobre el hombre. Susurrará o gritará, según le dejen, su mensaje de amor y de esperanza a los hombres y mujeres de buena voluntad. Será así defensora de la dignidad humana, un baluarte seguro contra autoritarismos destructores, una promotora eficaz de sociedades más justas y solidarias.