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Iglesia, relativismo y tolerancia

No es difícil encontrar pensadores y “expertos” que acusan a la Iglesia católica de dogmática y de intolerante. La Iglesia, según esta acusación, pretendería ser la única poseedora de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, mientras que quienes pertenecen a otras religiones, o quienes son ateos, estarían equivocados.

Además, añaden los críticos, este modo de pensar de la Iglesia conduciría a la intolerancia, incluso al fanatismo. Al considerarse poseedora de la verdad, la Iglesia caería en un pecado de arrogancia y promovería el choque entre los pueblos, las religiones y las culturas.

La alternativa correcta, según estos autores, sería asumir las propias ideas no como algo “verdadero”, ni como excluyente de los otros puntos de vista, sino como una propuesta que vale igual que las otras ideas y religiones que coexisten en la sociedad. Sólo así sería posible conseguir un mundo más tolerante, menos fanático, capaz de un diálogo constructivo y de una convivencia verdaderamente civilizada.

Esta teoría, sin embargo, encierra una contradicción inevitable. Considera como verdad absoluta, indiscutible, la siguiente: que sólo son capaces de convivir y de dialogar quienes no creen en verdades absolutas. Es decir, se autoexcluye, pues defiende una idea vista como verdadera para criticar a quienes defienden otras ideas vistas también como verdaderas.

En realidad, es imposible, para la mente humana, pensar sin tener presente el binomio “verdadero-falso”. Sólo cuando consideramos una frase como verdadera podemos acogerla en el corazón y en la mente. Lo cual implica, simultáneamente, tener que pensar que la frase opuesta sería falsa.

Puede ser, esto resulta sumamente claro (y verdadero) que muchas veces nos equivocamos. Pero sólo reconocemos el error cuando decimos: “Antes creía que A era verdad. Ahora reconozco que A es falsa, y que la verdad es otra cosa distinta de A”.

El hombre tiene una vocación profunda, un deseo ineliminable, de avanzar hacia la verdad, aunque sea a base de fallos, a veces simpáticos, otras veces dramáticos. También en lo que se refiere a las religiones y a la ética, a los valores y a los principios que regulan la vida social, queremos conocer la verdad.

Es erróneo, por lo tanto, proponer como fundamento de una sociedad tolerante el que todos renuncien a pensar en clave de verdadero y falso. Más bien hemos de buscar cuáles son las razones, basadas en la verdad, que llevan a respetar a cualquier ser humano, también al que tiene ideas distintas de las propias.

Esto nos permitirá superar la paradoja, viciada en su origen y en su misma ejemplificación, de Voltaire, para quien no cabía ninguna tolerancia para la intolerancia. Este ideólogo, a quienes muchos consideran padre de la moderna tolerancia, llegó a actitudes sumamente intolerantes, especialmente hacia los católicos, por buscar un modo equivocado de defender la tolerancia; un modo que obligaba a todos a renunciar a la idea de que podrían poseer la verdad...

La tolerancia no puede basarse en la igualación (totalitaria) de las ideas, que “deberían” ser vistas como igualmente válidas. Se basa, más bien, en un respeto profundo al ser humano, al reconocer su dignidad, sin condiciones, sin límites, sin etiquetas ideológicas, raciales o religiosas. Tal respeto se construye sobre la “verdad” acerca del hombre: alguien espiritual y corpóreo, temporal y eterno, creado por Dios y llamado a vivir entre los hombres.

La Iglesia, al proponer su doctrina y su modo de concebir al ser humano, defiende un modo genuino y auténtico de respetar al que pertenece a una raza, pueblo, cultura o religión distinta de la propia. Algo que el relativismo no puede hacer, precisamente porque es incapaz de fundamentar en qué “verdades” se funde la dignidad propia de cada ser humano, y porque no alcanza a reconocer el sentido auténtico y más profundo de la verdadera tolerancia: la igualdad profunda y constitutiva que hermana a todos los hombres en cuanto hijos del mismo Padre celeste.