La Asamblea Legislativa del Distrito Federal aprobó una ley, que equipara las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio entre un varón y una mujer. Además, esta ley contempla la posibilidad de que esas parejas homosexuales puedan adoptar niños. La reacción ha sido un enfrentamiento de posiciones, entre algunos legisladores locales del PRD y la Arquidiócesis de México. Al margen de la polémica, necesitamos una argumentación seria que permita el diálogo.
En primer lugar, quienes manifiestan tendencias homosexuales son –ante todo– personas y ciudadanos como los demás, por lo que merecen respeto y un trato cordial. Pero respetarlos, no excluye que la homosexualidad sea puesta a crítica, pues es un fenómeno que requiere reflexión y revisión. Una cosa es el respeto y otra el dogmatismo.
Se suele confundir el respeto a los sentimientos de las personas homosexuales, con concederles derechos. Pero no es lo mismo. Como le pasa a cualquier adulto, en los homosexuales existe una inclinación afectiva natural a la paternidad y maternidad: entendemos que tengan el deseo de ser padres o madres. Sin embargo, aunque esa tendencia exista, es obvio que estas parejas están imposibilitadas para tener un hijo. Entonces, ¿se les debe conceder un derecho a la adopción, para vencer el impedimento biológico?
Llegamos al punto central. Parecería una discriminación no otorgarles el derecho a adoptar, pues “se les privaría” del derecho a realizar el deseo de paternidad o maternidad. Hay que observar como la parte subjetiva de esas personas (su deseo de ser padre o madre), se impone sobre la parte objetiva: el menor mismo que es adoptado.
Lo fundamental en la adopción no son los padres que desean tener un hijo, sino el menor de edad. La finalidad de la adopción es custodiar el derecho inalienable del menor a ser educado y formado dentro de la sociedad. Se trata de un derecho del menor, que ordinariamente es ejercido en el seno de una familia. Cuando ésta falta, el Estado puede otorgar la tutela, la custodia y la educación de un menor, para que alcance la adecuada instrucción y logre insertarse en la sociedad.
La identidad de género es esencial para cada persona, y se alcanza mediante la educación familiar. El niño necesita de estímulos –que encuentra originalmente en la familia– para realizarse como un adulto normal: estímulos cognitivos, para aumentar su inteligencia; afectivos, para sentirse seguro; perceptivos, para saber interpretar el significado de lo que capta a través de los sentidos; sociales, para descubrir el valor del otro; y morales, para formarse una conciencia ética. De igual manera, el niño aprenderá la identidad de género, de quienes lo rodeen en su infancia.
El Estado debe tutelar que sólo puedan adoptar a un menor, quienes reúnan un mínimo de cualidades para que el menor crezca adecuadamente, en todos los sentidos. Al adoptar a un menor, lo primero es respetar su condición de ser, su identidad.
Entonces, otorgarles el derecho de adopción a las parejas homosexuales constituye un atropello sobre los menores, pues se pone por encima de su educación el deseo de paternidad o maternidad, aunque tal deseo los pueda lastimar en su identidad de género. En el fondo, aunque no es fácil percibirlo cuando hay apasionamiento, se toma al menor como un “objeto”, que es “usado” para satisfacer un deseo, por más sublime que éste sea. Pero una persona no puede ser usada, pues, como afirmó Emmanuel Kant, el ser humano nunca es un medio sino que siempre es un fin.