El embarazo iba bien. Sabrina y Carlos se preparaban para acoger en el hogar al tercer hijo, después de que Dios les hubiera dado dos niñas, Priscila (5 años) y Viviana (2 años).
Priscila tenía una especial ilusión por conocer el sexo del nuevo hijo. ¿Será niño? ¿Será niña? Pensaba que ya con sus 5 años podía colaborar con sus padres a la hora de escoger qué nombre dar a su hermanito para el día del bautismo.
El 8 de mayo de 2003 Sabrina, Carlos y Priscila fueron al hospital para una ecografía que sería, así pensaban todos, de rutina. El embarazo había cumplido 21 semanas y siempre se esperan los resultados con algo de ansiedad y de aprensión.
La doctora estaba confundida, miraba y miraba. Algo no marchaba bien. ¿Qué ocurría? El cuerpo parecía normal, pero los riñones y la vejiga estaban muy hinchados. Además, no se veía líquido amniótico. Seguramente habría algún grave defecto urinario: era necesario hacer más análisis.
El resultado fue recibido como una ducha de agua fría. Sabrina y Carlos ni se preocuparon por preguntar el sexo del nuevo hijo, lo cual dejó muy desconcertada a Priscila.
Llegó la hora de un nuevo análisis. La situación había empeorado. La ecografía mostraba que seguramente la vejiga habría reventado. Se notaba, además, una completa obstrucción urinaria. No quedaba ninguna esperanza de vida para aquel hijo, que parecía condenado a terminar pronto, en el mismo útero o inmediatamente después de nacer.
Empezaron a llegar palabras que hablaban de muerte, incluso de aborto. Un médico decía: “Señora, le aconsejaría que interrumpiese el embarazo. Con esta edad gestacional, se trataría de un parto, pues la ley no permite el aborto para un feto tan grande...”
Las palabras del doctor resultaban absurdas para Sabrina. Escribirá más tarde: “Aborto, ley, feto. Mi hijo está vivo, y no se da cuenta de que está condenado a muerte. Mi hijo está vivo. Está vivo, respira. Mi hijo no necesita una madre que le lleve a dejar de vivir. Yo quiero que mi hijo muera dentro de mí, en el mejor lugar para morir, no es una sala de operaciones, donde nadie le conectará a un respirador después de nacer para salvarle la vida. El recuerdo de mi hijo no será el recuerdo de un aborto”.
Llegaba la hora de explicar a Priscila la situación: su hermanito (seguían sin saber su sexo) no podía vivir mucho tiempo.
“Le explicamos que esta vida era para el Cielo, no para la Tierra. Que el Cielo tenía necesidad de un ángel que velase por los niños más abandonados. Que el Señor nos podría dar otras vidas, pero que ahora deberíamos ser generosos y dejar que este niño volviese a Dios, porque pertenecía a Él”.
Amigos y conocidos empiezan a criticar a Sabrina y Carlos por no recurrir al aborto. Incluso la madre de Sabrina le aconseja que terminase con la vida del hijo. “Líbrate de él. En definitiva, ya te han asegurado que no hay esperanzas. Imagina que por mala suerte llegases hasta el final del embarazo. Está iniciando el calor, ¿por qué tienes que padecer esto? Además, te arriesgas a sufrir una septicemia. Tienes ya dos hijas. ¿No te das cuenta de los riesgos que corres?”
Sabrina responde con firmeza: “Mamá, no insistas. Sigo con el embarazo, aun a costa de morir con él. No pongo mis manos sobre esta vida”.
La situación no resulta fácil. Sabrina se levanta por las mañanas, viste a las niñas, intenta ocultar sus lágrimas. Siente algo especial cuando el hijo da algún golpe en sus entrañas. Reza y reza, y recibe el apoyo de los miembros de su comunidad católica.
Un día le presentan un papel con un nombre y un teléfono. En un hospital de Roma trabaja el dr. Giuseppe Noia, un especialista en operaciones en el útero. ¿Por qué no probar?
Sabrina siente una voz interior: “Ve. ¡Ve! Por muy mal que vaya, lograrás una paz muy grande. Te dirás a ti misma que lo has intentado todo, absolutamente todo. Que se haga la voluntad de Dios”.
Carlos piensa de otra manera. Si todo iba a terminar en nada, ¿para qué sembrar ilusiones? De todos modos, se somete a lo que decida su esposa.
Sabrina llama al hospital, consigue hablar con el dr. Noia. Escucha palabras que la llenan de una profunda sensación de ser amada y acogida. El doctor le dice: “Lo primero, no digas que no hay esperanzas, porque ahora estás en mis manos y quiero intentar lo posible para salvar a tu hijo. Sabrina, además, felicidades, porque encontrar mamás que acompañan a sus hijos hasta el final es algo realmente bello. Verás que el Señor te consolará de algún modo. Ven mañana y tráeme los análisis que hayas hecho hasta ahora”.
La cita fue un momento de decisiones no fáciles. El dr. Noia no ocultó que la situación era difícil. Explicó que habían sido realizadas pocas operaciones intrauterinas para los casos de insuficiencia renal como el que padecía su hijo: de los 10 intentos sólo habían sobrevivido 3 niños.
Se habría una puerta a la vida. El 22 de mayo de 2003 el equipo médico del dr. Noia realizó una operación en tres fases para curar a aquel hijo minúsculo. Una joven especialista que participaba en la operación acariciaba la mano y la cara de Sabrina para tranquilizarla. Luego, sacó de un bolsillo una reliquia de santa Teresa de Lisieux y se la dejó para encomendar el buen resultado de aquella aventura.
Había que esperar una semana de reposo para ver cómo habían andado las cosas. Terminados los 7 días de espera, Sabrina volvió con el dr. Noia. Los análisis eran bueno. Pero había que confirmarlos con la ecografía. Este momento fue muy duro para todos. El líquido había invadido diversos órganos del hijo, y se notaba el inicio de una descompensación cardiorrespiratoria.
El dr. Noia se rinde: no es posible realizar una nueva operación. Sabrina llora. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir su hijo? El doctor responde: nos vemos dentro de unos siete días...
Los días pasan lentamente, con el miedo a que inicie un “parto” que se convertirá en la llegada de la muerte. Pero algo extraño ocurre. Después del número dramático “siete”, la cuenta sigue adelante. Sabrina ya tenía previsto en qué hospital ir a dar a luz. Pero su hijo seguía vivo, se movía, daba señales de normalidad. ¿Qué estaba ocurriendo?
Pasan 10, pasan 15, pasan 20 días. Después de 22 días, Sabrina llama al dr. Noia. El doctor queda sorprendido. ¿Aún no ha muerto el hijo? Le pide que venga cuanto antes a Roma.
Es el 23 de junio de 2003. Sabrina y Carlos llegan al hospital y saludan al dr. Noia. Inician la ecografía. Todo se ve perfecto. Demasiado bien. ¿Será un error? El doctor no da crédito a lo que observa: llama a algunas enfermeras y colegas que conocían la historia de aquel hijo para que vean aquellas imágenes llenas de vida.
“¿Os dije el sexo de esta criatura?” pregunta a sus padres el doctor. “Es un varón”. Sabrina y Carlos no lo dudan: “Se llamará Jonás, como el profeta salvado de las aguas”.
Las emociones se suceden con rapidez. Sabrina vive esta experiencia entre lágrimas y sonrisas. Pregunta, de todos modos, si se observan anomalías. Todo parece estar muy bien, aunque hay que realizar inmediatamente una pequeña operación para quitar el exceso de líquido amniótico.
Cuando regresa a casa, Sabrina encuentra a Priscila que está rezando el rosario. Abraza con fuerza a su madre al escuchar las buenas noticias, y le dice: “Mamá, tenías razón. El Señor escucha las oraciones de los niños”.
Llamadas telefónicas, felicitaciones, sonrisas, cambios de planes. Había que preparar la habitación para Jonás, anunciar a la familia el próximo nacimiento, estar preparados por si todavía quedaban serios daños en el cuerpecito del hijo. Muchos hablaban de un milagro. Pero para Sabrina el milagro era otro.
“A nosotros (Carlos y yo) nos bastaba con ver el milagro espiritual que se había producido en nuestros corazones: encontrarnos en paz, aunque la cruz fuese muy pesada. La paz que se puede sentir solamente si uno vive en la voluntad de Dios”.
El 25 de agosto de 2003 nacía Jonás. ¿Tendría daños en los pulmones? El dr. Noia esperaba sólo que empezase a llorar. Y lloró mucho, muchísimo. Escribe su madre: “Lloró como un león furioso, despreciado. Y lloré también yo, mientras reía, y desde mi corazón brotaba un himno de alabanza: ¡bendito eres, Señor, que haces bien todas las cosas!”
Después de 11 días fue necesaria una nueva operación. En los primeros 3 años no faltaron problemas: 4 operaciones, 2 transfusiones de sangre, un bloqueo renal (uno de los riñones había quedado completamente dañado y el otro no funcionaba del todo bien).
Cuando Jonás cumplía los 3 años, era un niño normal, sereno, reflexivo, lleno de la alegría por la vida. Quedaban en pie peligros y esperanzas. Sus padres sabían muy bien que su vida no estaba asegurada ni siquiera durante una semana. Como tampoco la de quienes nos consideramos sanos...
Su madre escribe al final del relato de esta historia: “Nosotros seguimos adelante. Vivimos al día, bendiciendo cada mañana por lo que ese día tenemos a nuestro alcance. Como dice el dr. Castorina, 'miramos nuestros pies y damos un paso después de otro'. El mañana no nos pertenece, tenemos que arrancar el miedo al mañana”.
Dios acompaña a la familia de Sabrina, Carlos, Priscila, Viviana y Jonás. Los acompaña también gracias a tantos médicos y amigos que creen en Dios y que protegen cada vida, que dicen no a abortos fáciles, que aceptan con amor las cruces y dolores de cada día.
Sabrina termina su relato con estas frases: “Mis hijas rezan espontáneamente por los niños que están en los hospitales: ellos saben que la vida no es sólo Barbie y Cicciobello. Pero saben también que en cada historia está presente Dios, que no nos deja, que sigue amando a sus hijos, que da fuerzas. Solamente hace falta pedirlas. Nuestra historia es una prueba de ello”.
(Este artículo resume el relato de Sabrina Pietrangeli Paluzzi, publicado en el libro del dr. Giuseppe Noia, Il figlio terminale. Risposte di amore straordinario all'ordinaria eutanasia prenatale, Nova Millennium Romae, Roma 2007, pp. 159-185).