Cuánta pena me dio escuchar esta semana, en un programa de radio, a uno de esos señores que se expresan con tanta autoridad, cuando afirmaba que el modelo de vida empresarial, el sistema de gobierno actual y el modelo familiar son represores de la libertad de quienes no tienen posibilidades de actuar bajo su propio criterio, pues están sometidos por quienes ostentan la autoridad. Achis, achis, achis, achis.
Al estudiar científicamente el comportamiento de la Naturaleza descubrimos unas normas constantes, tanto en la materia inerte como en los seres vivos, y ese proceder invariable nos permite deducir las leyes por las que se rigen. Es decir, los seres obedecen las leyes de acuerdo a lo que son: a su esencia. Buena parte de los desórdenes que padecemos en todos los niveles se deben a que los hombres hemos perdido -voluntariamente- la capacidad de obedecer. Es fácil descubrir que muchos ven la obediencia como una imposición denigrante y no como una virtud fundamental en el amplio quehacer humano y en la formación integral de los hijos.
Hoy solemos darles gran importancia a la espontaneidad y a la autenticidad, pero como bien dice Jacques Philippe: “La espontaneidad no siempre está orientada hacia el bien” y, por otra parte, corremos el riesgo de crear gente muy “auténtica” en cuanto auténticos patanes. Si un cuchillo siempre se porta como lo que es, sabré cómo usarlo y, por lo mismo, será un cuchillo útil. Lo mismo sucede con las personas, pues cuando saben obedecer -usando su libertad- dentro de un orden moralmente correcto, se convierten en seres útiles y cuando no, simplemente son unos inútiles.
Claro está que obedecer nos puede denigrar hasta convertirnos en esclavos. Pero también, corremos el peligro de dejarnos llevar por nuestros caprichos hasta ser esclavos de nuestro egoísmo. La clave está en el uso adecuado de la inteligencia y de la voluntad para descubrir si lo que obedecemos está ordenado a la superación personal y al bien de los demás.
La obediencia es un requerimiento del orden. El desorden, por el contrario, se da por sí mismo, por la falta de una mente inteligente. Esto nos lleva a deducir que la obediencia y la inteligencia han de ir de la mano, además -las dos- con los compromisos que libremente adquirimos. Obedecer y mandar son formas de servir. Quien manda deberá hacerlo buscando el respeto y el bien de todos. Quien obedece habrá que hacerlo, también, con responsabilidad y afán de servicio.
Esta semana un amigo, de edad madura, me comentó que le había tocado ser “conductor designado” llevando el carrito de compras en el supermercado. Este es un ejemplo sencillo de cómo quien hace cabeza en una familia puede pasar a obedecer cuando la prudencia así lo recomiende.