El 12 de enero de 2010 ha marcado la historia. Un devastador terremoto destruyó Haití, dejando decenas de miles de muertos y centenares de miles sin hogar. Inmediatamente la comunidad internacional manifestó su apoyo, y voces autorizadas como Benedicto XVI pidieron ayuda para los damnificados. Inició la hora de la solidaridad.
Junto con la generosidad de miles y miles de personas, que desde diversos puntos del mundo han enviado ayuda en comida, medicina y ropa, está el esfuerzo admirable de centenares de rescatistas de diversas naciones, que intentan buscar sobrevivientes entre los escombros.
Toda esta ayuda es digna de alabanza, especialmente porque Haití es el país más pobre de todo el continente. Pero el hecho de que hayamos tenido que esperar a que ocurriera un gran desastre natural, para mostrar apoyo hacia esa afligida nación, nos lleva a la reflexión: ¿la solidaridad consiste únicamente prestar auxilio material o sanitario en las desgracias
Además de seguir promoviendo la asistencia médica y alimenticia, y de pedir oraciones por las víctimas y los sobrevivientes, la tragedia de Haití nos invita a comprender mejor la solidaridad, que es una virtud de cuño claramente cristiano.
Juan Pablo II explicaba que esta virtud no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Encíclica “Sollicitudo rei sociales”, 38).
La solidaridad así entendida lleva a considerar que los seres humanos estamos en profunda relación, no sólo por pertenecer a una misma comunidad, sino por el hecho mismo de poseer una naturaleza común. De este modo, ningún grupo humano y ninguna nación se pueden considerar al margen de las necesidades de los otros grupos o países.
Pero hoy tenemos que cuestionar si el modo como se desarrolla la política internacional es solidario. El aumento cultural, educativo, económico y tecnológico es una llamada a las naciones desarrolladas a compartir sus riquezas y avances, con los países más necesitados, para que por ellos mismos puedan salir adelante.
Hace falta también promover un modelo cultural que entienda que el desarrollo nunca puede tener un enfoque individualista. El progreso personal no puede desentenderse del avance familiar, y éste a su vez no debe ignorar la superación de la propia comunidad. De igual manera, el crecimiento económico, social y cultural de un país no puede desatender a su compromiso de ayudar a las naciones necesitadas.
La solidaridad no estaría completa si se dejara de lado la dimensión espiritual y religiosa. La sana laicidad del Estado no significa que no exista en cada persona una necesidad de tipo sobrenatural. Una parte importante de la solidaridad que ahora mismo Haití necesita es que recemos por sus habitantes, como nos gustaría que nos encomendaran si estuviéramos en una necesidad similar.
Por eso, los escombros que ahora cubren la superficie de Haití ponen al descubierto la falta de esa otra solidaridad, pues este país ha sido casi abandonado al subdesarrollo y a la ignorancia, durante décadas. Que las toneladas de medicinas y alimentos no se conviertan en una “tapadera”, que oculte la falta de atención internacional a los otros problemas sociales, económicos y culturales de esta abatida nación.