La fiesta de la Santa Cruz nos recuerda el diálogo de Jesús con Nicodemo, cuando le habla del bautismo, de nacer de nuevo en el Espíritu; y esto lo une a la Cruz: “como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”. ¿Es la cruz un símbolo que se levanta para que la miremos cuando venga el dolor y la cruz, y no veo en ella nada bueno? Jesús se refiere a las picaduras de serpiente que recuerda el episodio de Moisés:¿en qué sentido es una profecía para cuando me llegue un sufrimiento y me cuesta llevarlo?
Hace poco Benedicto XVI comentaba que “tenemos que modelar continuamente nuestra imagen sobre la del Hijo de Dios, pues "Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas", "nos ha trasladado al reino de su Hijo querido"” Esta luz de la fe nos da una visión nueva del dolor, se refiere en primer lugar a que estamos llamados a una unión con Cristo, “luz del mundo”. Sabemos que la vida cristiana no es “cumplir” unas prácticas de piedad o una moral de obligaciones, ni tampoco solamente creer en una doctrina o actuar imitando un modelo, unos comportamientos externos, costumbres sociales, como hacen los puritanos: es seguir a Cristo, participar de su vida. Seguir a Jesús tampoco es imitarlo como un modelo “desde fuera” sino participar en su misma vida, vivir en Cristo (Gal 2, 17). No es una metáfora, ni algo mágico sino fruto de un proceso al que llamamos “santidad”, o simplemente “vida cristiana”: el secreto de vivir en Cristo está en hacer como Él, dar cumplimiento a la voluntad del Padre, dar toda la gloria a Dios. Este camino comienza en el bautismo, que supone una liberación del pecado y elevación a una vida nueva, una incorporación a Cristo, que es hijo de Dios, y ella “es actuada a través de la "la sangre de su cruz", por la que hemos sido justificados y santificados”, añadía el Papa.
Es decir, para unirse a Jesús hay que pasar por la Cruz, y por eso el Señor le habla a Nicodemo de nacer de nuevo y ahí le muestra que es precisamente la Cruz el camino para este nacimiento en el Espíritu, para la felicidad de ser hijos de Dios. Y también nosotros hemos de hacer vida nuestra la de Cristo, llevar la cruz. Conformarse a Cristo, tener sus mismos sentimientos para llegar a ser... hijos de Dios, que incoa la herencia de los hijos (felicidad del cielo), presupone la participación en el padecer: si somos hijos, también herederos, y san Pablo añade: herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados (Rom 8, 17). Por la unión con Cristo en el sufrimiento vamos al Padre: el que no toma su Cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 27).
Tener vida en Cristo (Gal 2, 17), saborear el “Cristo vive en mí”, en definitiva, significa participar en la muerte de Cristo, por esto san Pablo lo sitúa en este orden: el presupuesto para la vida está en la cruz, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 19-20). El bautismo nos da una participación mística en la muerte y resurrección de Cristo: “con Cristo estoy crucificado” pero no sólo es acción pasada –el momento del bautismo- sino que continúa en el presente, podemos estar con Cristo glorioso, participar de su vida. Y todo ello por el Espíritu Santo, como fruto de la cruz: «ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano... El Espíritu Santo es fruto de la cruz» (San J. Escrivá de Balaguer). Por esto la mortificación está en la entraña del cristiano: morir al mundo, el demonio y la carne, una muerte real de todo lo que es pecado; la conformación con Cristo implica ir muriendo a las pasiones y concupiscencias que llevan al pecado y de él nacen: hay que mortificar el germen del egoísmo heredado. Esa “renuncia” de cosas (como decía recientemente Benedicto XVI en el encuentro de Colonia) es en realidad “preferencia” de Cristo: escoger lo mejor, perder la vida vieja para encontrar la nueva. La mortificación no es algo triste, antes bien es un mensaje de alegría que da como fruto la felicidad. Es la vida en Cristo glorioso que da luz sobre todo: Mi vivir es Cristo (Phil 1, 21).
Esta vida en la fe es vivir el espíritu de las bienaventuranzas, que incoan el Reino de Dios ya en la tierra: bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5, 9)... amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos. Este amor a la Cruz, vida en el Espíritu de Jesús da el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza (Gal 5, 22-23).