Entre las historias de los mártires de los primeros siglos encontramos casos de soldados (algunos de ellos no eran ni siquiera cristianos), que se negaron a obedecer: no quisieron asesinar a hombres o mujeres acusados del “delito” de seguir a Jesucristo.
Algo parecido ha ocurrido en diversos lugares del mundo moderno. Queremos evocar ahora dos casos de México. Están narrados en los relatos del martirio de dos sacerdotes mexicanos canonizados recientemente por Juan Pablo II.
El primer caso tiene nombre y apellidos. Se trata de un soldado, Antonio Carrillo Torres, que estaba a las órdenes del coronel Jesús Jaime Quiñones.
El 19 de abril de 1927 los soldados que obedecían al coronel Quiñones arrestaron al P. Román Adame Rosales, párroco de Nochistlán, y lo llevaron preso a Yahualica. El P. Adame tenía 67 años. Dos días después, el 21 de abril, se ordenó su fusilamiento, sin que se hubiera realizado ningún proceso de juicio contra el sacerdote.
El pelotón recibió la orden de apuntar, pero uno de los soldados, Antonio Carrillo, no movió su arma. El oficial repitió la orden. Antonio permaneció quieto. Le quitaron el uniforme, lo pusieron junto al sacerdote, y a los pocos instantes sus sangres, unidas en una mezcla singular, calentaron por un instante la tierra de una fosa.
Antonio no dijo nada. No grito “Viva Cristo Rey” ni hizo ningún gesto religioso. Quizá por eso no lo declaran todavía santo. Pero lo cierto es que tuvo el coraje que pocos han tenido: no quiso obedecer una orden injusta. Su “martirio” queda, por lo tanto, oculto al juicio de la historia terrena, no al corazón del Dios de la vida. Quizá algún día salga a la luz pública el porqué de su gesto “rebelde”. Mientras, podemos considerarlo como “mártir” de la honestidad ante la injusticia de los hombres, de la fidelidad a la conciencia por encima de la “conveniencia” del momento.
Del otro caso no tenemos ni siquiera el nombre del protagonista. Se nos habla simplemente de “un soldado” cualquier.
Los hechos transcurrieron en Tepatitlán, Jalisco. Allí trabajaba un sacerdote de 29 años, el P. Tranquilino Ubiarco Robles. En la madrugada del 5 de octubre de 1928 fue arrestado por un grupo de soldados. Sin ningún juicio, el coronel mandó que fuese ahorcado.
Algunos soldados lo acompañaron hacia unos eucaliptos que había en la entrada de Tepatitlán. El P. Tranquilino preguntó quién iba a ejecutar la sentencia. Nadie quiso responder. Entonces el P. Tranquilino dijo: “Todo está dispuesto por Dios, y el que es mandado, no es culpable”.
El soldado que había recibido la orden de ahorcar al sacerdote no pudo más. Dijo públicamente que a él le tocaba ser verdugo, pero que no iba a obedecer. El grupo llegó al árbol escogido. Pusieron la cuerda al cuello del sacerdote. Dieron la orden al soldado “encargado” para que tirase de ella. El soldado se negó, y el sacerdote, con la seguridad de quien se encuentra a punto de morir, le dijo simplemente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Ahorcaron al sacerdote, rompieron la cuerda y dejaron el cadáver tirado en el suelo. Pocas horas después fusilaban al soldado “desobediente”.
Este soldado tampoco ha sido canonizado. Pero, como en el caso de Antonio Carrillo Torres, nos encontramos ante un héroe, ante un hombre de valor capaz de luchar por un mundo mejor y más justo.
Antonio Carrillo y soldado desconocido, ¡mil gracias por su ejemplo! Descansen en paz, y rueguen a Dios por todos los soldados del mundo, y por quienes, en lo grande o en lo pequeño, necesitan mucho valor para ser fieles a su conciencia, para no permitir jamás que otros sean víctimas del odio y la injusticia.