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Felicidad, ¿dónde estás?

 

Todo hombre quiere ser feliz. No todo hombre es feliz. Estas dos sencillas frases hacen que nazca una pregunta: ¿puede ser feliz cualquier hombre?

La sencillez de la pregunta contrasta con la dificultad de la respuesta. Ser feliz no es tan fácil como, por ejemplo, el apretar un botón para escoger un interesante partido de fútbol o de béisbol. Pero sería extraño que fuese algo imposible, pues entonces habría que pensar que los hombres queremos algo fuera del alcance de nuestras manos, lo cual es propio sólo de seres “raros”, y no del “animal racional” que vive sobre esta tierra desde hace varios miles de años...

Para tocar un tema tan trillado como el de la felicidad, conviene fijarse en algún aspecto de la misma, aislarlo y comprender algo sobre el mismo. Podemos fijarnos ahora en la plenitud física, en la belleza corporal, en la salud y “buena forma”. ¿Se encuentra aquí la felicidad?

Si la felicidad coincidiese con la belleza, la juventud, el éxito deportivo, lo más normal es que quienes gozasen de estas cualidades serían los únicos con pleno título para ganar la difícil lotería de la dicha terráquea. Lo que pasa es que no es extraño encontrarse con bellas y apuestos desdichados, con fuertes abatidos, con sanos quejumbrosos, con jóvenes que intentan el suicidio... Daría la impresión de que esas personas no se dan cuenta de que son afortunadas, de que deberían vivir archicontentos, y por eso se arrastran en sus amarguras y sus penas como gusanos que podrían, sin embargo, volar como águilas.

A la vez, nos encontramos con personas ancianas, con niños y jóvenes discapacitados y afectados de graves enfermedades físicas y psíquicas, con “feos” de campeonato que te sonríen como si el mundo fuese un océano de felicidad sin límites. ¿Qué les pasa? ¿Por qué hay “perfectos” infelices e “imperfectos” pletóricos de dicha? Desde luego, se dirá, también hay “misses universo” (o “misters universo”, por aquello de la igualdad de sexos) que son fenomenalmente felices, y que hay seres deformes y contraídos que viven en la más oscura de las desesperaciones. Pero el combinar todos estos datos nos llevan a concluir que la felicidad no puede estar sólo en la belleza, la salud y la juventud. Se necesita algo más, hay que abrir nuevas puertas para entender y comprar el elixir de la dicha sin límites.

Hace no mucho tiempo visité una casa que atendía a seres con graves deformaciones en todos los órdenes, físicos y psíquicos. En la entrada me saludó un joven down que, con una sonrisa espléndida, me dijo su nombre y me preguntó el mío. Ya dentro, una religiosa joven me presentó el salón donde se encontraban los “menos graves”. Me impresionó especialmente una señora de pelo blanco. Apenas podía moverse por sí misma y tenía una gran dificultad de hablar y de razonar. Hizo un esfuerzo enorme para decir su palabra de “cariño” a la monjita que la atendía: “imbécil”. “Esa es la palabra que me dice cuando quiere darme las gracias”, me comentó la religiosa. No subí al cuarto donde estaban los “peores”. A la hora de salir, se me acercó de nuevo el joven que me había recibido, y me dijo con su sonrisa descompuesta, pero sincera: “Adiós, Fernando”. Yo, “el normal”, ni siquiera había sido capaz de memorizar su nombre para responderle con la educación debida...

Desde luego, ninguno querría padecer lo que tantos hombres y mujeres tienen que soportar por problemas de salud o de psicología dañada. Pero a veces puede ser que sintamos algo de envidia ante quienes viven en su mundo de sueños y de locuras, sin la frustración que muchas veces nos aqueja a los “sanos” cuando no alcanzamos ni la mitad de lo que son nuestros planes más acariciados.

En una novela “de locos”, que se titula Las campanas tocan solas, un novelista español, José María Pérez Lozano, dibujó el mundo de los “desgraciados” y tocó un misterio que nos deja a todos atónitos, pero que puede desprender algo de luz a la hora de seguir buscando la ansiada felicidad. En una página pone en labios de Leocadio, quizá el menos loco entre los locos de la novela, pero, por lo mismo, el que mejor comprendía lo que significa ser loco, una serie de reflexiones que nos dejan perplejos a los “sanos”: “Escucha: nosotros somos el error de Dios. No, no te creas que digo una blasfemia. Yo lo he descubierto: Dios está enamorado del hombre. (...) Dios está loco de amor por nosotros; ése es su error. (...) ¡Figúrate! ¡Siempre somos niños; siempre tiene que llevarnos de la mano; pues que en el mundo somos los débiles, los abandonados, Él no puede dejarnos! Durante algún tiempo nos deja andar por aquí. Y luego se asoma al firmamento, abre esa nube que hace de ventana y nos llama con una sonrisa, como una madre a su niño que juega en la calle cuando llega la penumbra de la noche. Nos espera el hogar. Por eso «ellos» nos envidian”. Para Leocadio “ellos” somos nosotros, los “sanos”, los que creemos que tenemos pleno acceso a la felicidad, y los que nos lamentamos noche tras noche por no conseguirla, mientras siguen cantando los pájaros a nuestro alrededor y brillando, en lo alto del cielo, las caprichosas estrellas de aluminio o de cristal.

La felicidad continúa siendo un misterio para la vida de todo ser humano. Cuando más la buscamos, cuando más queremos someter al mundo con sus leyes caprichosas, a los hombres con sus decisiones imprevisibles, nos damos cuenta de que la felicidad se aleja, de que la sorpresa, el susto, la aventura del vivir nos da la vuelta y nos quita en un instante lo que habíamos ganado con tantos sudores. Mientras, miles de seres discapacitados, humildes, pobres, caminan por la vida con una sonrisa y una paz como la de Leocadio, el loco ficticio, pero el loco que sabe que hay un Dios que rige nuestra existencia, que escribe recto con renglones torcidos. ¿No estará la felicidad en aceptar esa caligrafía misteriosa y amorosa de quien sabe un poco más de nuestra pobre y soberbia ciencia? Quizá un día rompa el cielo sus fronteras, y descubramos quiénes han logrado la verdadera felicidad, en el hogar donde existe un Padre que ama a los feos y a los hermosos, a los locos y a los sabios, a ti y a mí...