La familia, como célula de la sociedad, está llamada a educar a sus hijos en las virtudes más importantes. También en el tema de la dimensión sexual, con todas sus bellezas y su apertura al amor y a la vida.
Muchas familias, sin embargo, viven en un clima de crisis. Si los esposos no se aman, si el divorcio o las infidelidades han herido la vida matrimonial, si la llegada de los hijos es vista más como una carga que como una bendición... entonces la educación sexual en familia queda expuesta a muchos errores, sea por falta de testimonio, sea porque los mismos padres no se sienten capaces de impartirla de modo adecuado, sea porque enseñan precisamente lo que no deberían enseñar.
Además, en no pocos países las escuelas ofrecen programas de “educación sexual” que se limitan muchas veces a dar algunas informaciones de tipo médico, fisiológico o cultural, pero que carecen de un verdadero horizonte ético y de un proyecto formativo serio. En ocasiones, esos programas no hablan casi de la relación entre sexualidad y matrimonio, entre sexualidad y transmisión de la vida, si es que no llegan a presentar el embarazo como un “terrible” enemigo que hay que evitar a cualquier precio.
No faltan programas de “educación sexual” que presentan distintas “posibilidades” en el uso de la dimensión genital del sexo como si todas fuesen iguales desde un punto de vista ético. Incluso algunos usos de lo sexual que son abiertamente desviados y abusos aparecen expuestos como si se tratase de algo “normal”, como si fuesen opciones entre otras muchas que pueden escogerse “a placer”. Esto provoca el que muchos alumnos no sean capaces de distinguir entre lo bueno y lo malo, si es que no pocas veces desarrollan una imaginación precoz que les lleva a iniciarse en experiencias sexuales desviadas que les marcarán para toda la vida.
Enseñar lo que es el sexo sin pensar en el matrimonio, la familia, la transmisión de la vida es algo parecido a enseñar a comer sin pensar en la salud. Porque aprender cómo se escogen los alimentos simplemente según el criterio del gusto personal lleva a serios problemas en la vida de las personas y de sus familias. De modo parecido, aprender a “usar” la sexualidad sólo en su dimensión “lúdica” o placentera sin un horizonte de amor responsable como el que debería darse en la vida de un buen matrimonio lleva al aumento de divorcios, al uso de anticonceptivos, a la esterilización, al aborto, al aumento de enfermedades de transmisión sexual, a la infidelidad, a la prostitución, y un largo etcétera de daños en la vida personal y en la sociedad entera.
Los cristianos estamos llamados, por don de Dios, a vivir la belleza de la vida sexual y a descubrir su relación con el amor y, en quienes están llamados a ello, con el sacramento del matrimonio. Además, la familia es el lugar natural para ofrecer una correcta educación sexual, sin que ello excluya la colaboración con la escuela. Pero tal colaboración debe establecerse de acuerdo con sanos principios educativos escogidos por los padres, no contra los mismos.
¿Cuáles son esos “sanos principios”? Existe un documento sumamente valioso, que fue publicado por el Vaticano en 1995, que ofrece las guías básicas para una correcta educación sexual. El documento, preparado por el Pontificio consejo para la familia, se titula “Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en familia”. Recordamos sólo algunas indicaciones de un texto que merece ser leído y estudiado con mucha atención.
Hay que partir de un dato central para la comprensión del hombre y del matrimonio: el amor es un don de Dios. “El amor, que se alimenta y se expresa en el encuentro del hombre y de la mujer, es don de Dios; es por esto fuerza positiva, orientada a su madurez en cuanto personas; es a la vez una preciosa reserva para el don de sí que todos, hombres y mujeres, están llamados a cumplir para su propia realización y felicidad, según un proyecto de vida que representa la vocación de cada uno. El hombre, en efecto, es llamado al amor como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la unidad de la persona. El amor humano abraza también el cuerpo y el cuerpo expresa igualmente el amor espiritual” (n. 3).
El documento coloca, en este contexto, el modo adecuado de entender la sexualidad: “La sexualidad no es algo puramente biológico, sino que mira a la vez al núcleo íntimo de la persona. El uso de la sexualidad como donación física tiene su verdad y alcanza su pleno significado cuando es expresión de la donación personal del hombre y de la mujer hasta la muerte” (n. 3).
Existen, no lo olvida el documento, serios peligros que dañan el amor, que desvirtúan el modo de vivir la propia sexualidad. “Este amor está expuesto, sin embargo, como toda la vida de la persona, a la fragilidad debida al pecado original y sufre, en muchos contextos socio-culturales, condicionamientos negativos y a veces desviados y traumáticos. Sin embargo, la redención del Señor ha hecho de la práctica positiva de la castidad una realidad posible y un motivo de alegría, tanto para quienes tienen la vocación al matrimonio —sea antes y durante la preparación, como después, a través del arco de la vida conyugal—, como para aquellos que reciben el don de una llamada especial a la vida consagrada” (n. 3).
El horizonte de la castidad, entendida como una “energía espiritual que sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe promoverlo hacia su realización plena” (como había dicho Juan Pablo II en “Familiaris consortio” n. 33) permite lograr la integración de la persona, en su compleja unidad entre lo espiritual y lo corpóreo. Ello es posible sólo a través del recurso a otras virtudes que los padres deben formar en sus hijos: “la templanza, la fortaleza, la prudencia (...) la capacidad de renuncia, de sacrificio y de espera” (n. 5).
Otro aspecto importante en la comprensión de la sexualidad humana es la relación que existe entre amor conyugal y apertura a la vida. El acto conyugal implica la colaboración de los padres con la acción misma de Dios, con el dar la vida. Esto lleva consigo una gran responsabilidad, pues los padres son “los primeros y principales educadores de sus hijos” (n. 5).
Después de ofrecer otras reflexiones sumamente ricas, el documento “Sexualidad humana” subraya una y otra vez que la familia tiene un deber primario en la educación sexual que reciben sus hijos. Los padres no pueden delegar un tema tan importante a la escuela, sobre todo cuando hay países y grupos ideológicos que promueven programas de “deseducación” (incluso de “perversión”) sexual, como ya dijimos.
El documento es, en este punto, sumamente claro, al recoger y comentar un texto de Juan Pablo II sobre el tema:
“Se recomienda a los padres ser conscientes de su propio papel educativo y de defender y ejercitar este derecho-deber primario. De aquí se sigue que toda intervención educativa, relativa a la educación en el amor, por parte de personas extrañas a la familia, ha de estar subordinada a la aceptación por los padres y se ha de configurar no como una sustitución, sino como un apoyo a su actuación: en efecto, «la educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos»” (n. 113).
Indicaciones muy concretas sobre la educación sexual en familia y en la escuela están contenidas en los números 114-142 de “sexualidad humana”. Vale la pena dedicar un tiempo a leerlas con calma. Sobre todo, vale la pena vivirlas en familia y, cuando sea posible, a través de una correcta colaboración con la escuela.
Los hijos merecen una educación profunda, seria y llena de buenos principios en un tema tan delicado como es el de la sexualidad humana. Gracias a la condición sexual que configura a cada hombre y a cada mujer es posible comprender, por medio de una buena educación en familia, lo que son el amor matrimonial y el inicio de la vida. De modo especial, es posible ver la enorme responsabilidad y el maravilloso designio de Dios sobre la sexualidad; sobre todo, si recordamos que desde ella cada uno de nosotros nacimos, fuimos amados y acogidos en el mundo de los vivientes: porque Dios nos amaba y porque unos padres dijeron sí al amor maduro y generoso.