Familia y discriminaciones
Es fácil aceptar que todos los seres humanos tenemos la misma dignidad. En cambio, no es tan fácil tratar a los demás con el respeto que merecen, ni tampoco evitar discriminaciones injustas hacia quienes son distintos.
La familia está llamada a ser la primera educadora en el respeto a todos. Especialmente respecto hacia quienes pertenecen a otras razas, religiones, culturas, clases sociales, etc.
El niño aprende, desde su hogar, que existen personas diversas. Las distinciones más originales, las que el niño percibe desde sus primeras experiencias en el hogar, son las que se dan entre el padre y la madre, entre los padres y los otros hijos, entre los familiares más cercanos y los más lejanos, entre los familiares y los que, sin ser familia, entran en contacto frecuente con los hijos.
En este nivel de relaciones, el niño necesita adquirir actitudes de respeto hacia los cercanos. Los padres hacen una labor enorme si se tratan entre sí con mucho cariño y sin alusiones despectivas. Igualmente, los padres ayudan al hijo a apreciar a los otros familiares y conocidos: los más jóvenes y los más ancianos, los sanos y los enfermos, los que “triunfan” en la vida y los que viven sumergidos en serios problemas humanos.
En un segundo nivel, la familia enseña cómo relacionarse con “los otros”, los “extraños”. Esta palabra abarca una amplia gama de posibilidades. Los “otros” pueden ser del mismo edificio o de otros lugares; de la misma raza o de raza distinta; de la misma religión o de otras religiones; de la misma posición social o de niveles diferentes; de la misma nación o de países cercanos o lejanos; de mayor o menor edad, con salud o sin ella, etcétera.
Cada uno de “los otros” merece respeto simplemente en cuanto ser humano. Desde luego, algunos de ellos pueden llegar a tener comportamientos reprobables, y resulta oportuno enseñar a los hijos que ciertas cosas que ven no son correctas. Pero ello no quita el ver maneras para que los hijos reconozcan que, en la gran diversidad humana, es necesario tener siempre una actitud de acogida benévola hacia el otro.
Pensemos, por ejemplo, en la distinción entre hombres y mujeres. Hay niños varones que, desgraciadamente, se acostumbran a criticar a las mujeres, incluso a despreciarlas o a tratarlas como seres menos capaces, condenados de por vida a someterse a los hombres. Puede ocurrir algo parecido en las niñas, que piensan que casi todos los hombres son seres informales, violentos, dejados, agresivos, borrachos.
Los padres necesitan estar muy atentos a evitar este tipo de discriminaciones. El trato que reine entre ellos, lo que diga él sobre la madre y sobre las mujeres, lo que diga ella sobre el padre y sobre los hombres, puede dejar una huella profunda en los hijos. Si los padres saben apreciar al sexo diferente, si van más allá de un mal uso de las etiquetas “hombre/mujer” para ir a los corazones, si ayudan a los hijos a corregir cualquier comentario “machista” o “feminista” impropio con explicaciones asequibles a cada edad, será mucho más fácil que los pequeños y adolescentes tomen actitudes correctas ante la riqueza dual de la sexualidad humana.
Otra distinción se refiere a las diversidades raciales y sociales. Hay lugares en los que las dos cosas parecen coincidir: los que pertenecen a una determinada raza suelen ser de condición social más elevada o más empobrecida, aunque no siempre es así.
Los padres están llamados a ayudar a los hijos a no despreciar a nadie por ser de raza o posición social distinta de la propia. La bondad o maldad de los corazones no depende ni del color de la piel ni de la cantidad de dinero almacenado en el banco. Por eso, a la hora de mirar por la calle o en la televisión al “diverso”, los padres pueden ofrecer juicios sobre cómo mirar y respetar a todos, en sus personas y en sus actuaciones, con la idea clara de que el nivel social no determina ningún acto bueno o malo. Los comportamientos nacen de los corazones, y los corazones no son ni blancos ni negros, ni capitalistas ni proletarios.
Un ámbito importante a tener en cuenta es el de la existencia de distintos niveles intelectuales y de discapacidades físicas. Es triste encontrar a niños y adolescentes que desprecian a compañeros o a adultos porque les falta una mano, o porque padecen del enfermedades congénitas, o porque tienen el rostro quemado. Como también es triste que desprecien al compañero que tartamudea en clase, o que siempre suspende en inglés, o que es malo en los deportes. También hay lugares en los que el despreciado es el “intelectual”, el más listo, que recibe continuas humillaciones de sus compañeros de aula.
La familia necesita convertirse en un auténtico “hospital” para curar este tipo de discriminaciones tan presentes en nuestras escuelas. Los padres pueden pedir a sus hijos que inviten a compañeros a clase, observar prudentemente cómo los tratan, y ver si hace falta, en un momento de calma, dar una palabra de corrección ante actitudes intolerantes, o alentar a mantener el buen espíritu si éste ya existe entre los hijos. Igualmente, a través del diálogo con los profesores, pueden conocer mejor cómo se comportan sus hijos en el grupo y si hace falta insistir más en una profunda educación en el respeto hacia todos.
Algo muy útil, realizado con mucha delicadeza por no pocas familias, es visitar en los hospitales a personas enfermas, o a lugares de atención a ancianos necesitados de un rato de cariño. De este modo, los hijos aprenden a descubrir cuántas riquezas humanas se esconden bajo apariencias sencillas, rostros arrugados o cuerpos reducidos poco a poco por enfermedades paralizantes.
Cada familia puede ayudar mucho a crear sociedades más justas y más respetuosas. Ayudar a descubrir que cada ser humano, desde su concepción hasta su muerte, es siempre digno de respeto, será siempre la mejor enseñanza que un hogar ofrezca a los niños de hoy. Gracias a ellos, podremos preparar nuevas generaciones que construyan un mañana con menos discriminaciones y con mucho más amor.