Dios óptimo, máximo, sabedor de que el mal no se debe vencer con el mal, sino con el Bien, resucitó a Jesús, quien a su vez venció a la muerte con su propia vida. No debía prevalecer su asesinato, no podía quedar muerto quien desde su agonía en la cruz había pedido perdón por los que le mataron porque no sabían lo que hacían. Conviene suponer que no sabían lo que hacían y se les otorga el beneficio de la duda, pero es imposible suponer que pasaron desapercibidos a la mirada escrutadora de los sumos sacerdotes, escribas y fariseos, su nacimiento del seno de una virgen, en Belén; su descendencia de David, por su filiación adoptiva con José; su coloquio con los escribas en el templo a los doce años; sus milagros que hacían a los ciegos ver, a los sordos oír y a los paralíticos caminar; las revivificaciones de Lázaro, de la hija de Jairo y del hijo de la viuda; así como su impresionante conocimiento y manejo de las sagradas escrituras.
Pero Jesús resucitó para algo más que para vencer al mal y a la muerte. Resucitó para quedarse entre sus amigos, como él mismo aseveró cuando a sus discípulos les dijo que “estaré con ustedes siempre, todos los días de su vida” y, en efecto, así ha sido.
Jesús se apareció a los suyos, resucitado, varias veces: a María Magdalena, que lloraba junto al sepulcro, y que al verlo pensó que era un jardinero; a las mujeres que habían ido a su sepultura para ungir su cuerpo, les salió al encuentro y ellas se le acercaron, se abrazaron a sus pies y se postraron ante él cuando les dijo que avisaran a los demás que fueran a Galilea y que allí le verían; a los discípulos que se les apareció con otro aspecto cuando iban caminando por el campo; a los once que estaban a la mesa cuando les reclamó su incredulidad; a los que iban hacia un pequeño pueblo llamado Emaús, que no le reconocieron al principio sino hasta que, sentados a la mesa bendijo el pan, lo partió y se los dio, y se dijeron uno al otro -¿no sentíamos arder nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?-; cuando se presentó en medio de todos y les mostró las manos y los pies y les pidió de comer; cuando reunidos en casa de Tomás le dijo que mirara sus manos y tocara sus heridas, que metiera la mano en su costado, que no fuera incrédulo y luego le dijo –porque me has visto, has creído, dichosos los que crean sin haber visto-; cuando estaban pescando y les pidió que arrojaran las redes a la derecha de la barca y luego comieron todos juntos; cuando preguntó a Pedro tres veces si lo quería, para cambiar sus tres negaciones por una confirmación de amor y de fe, y luego le dijo que lo siguiera.
De aquellas ocasiones en las que se apareció resucitado, unos pudieron reconocerlo de inmediato y otros después, hasta que su atención creció cuando les abrió los ojos y reconocieron algunos de sus gestos. Ya en la escritura antigua, de él se había profetizado que “no tenía aspecto ni presencia que pudiésemos estimar, le vimos y no le tuvimos en cuenta”. Es posible que algo similar pueda estar sucediendo hoy mismo, a dos mil años de distancia.
Si es verdad que Jesús dijo que estaría con nosotros siempre, todos los días de nuestra vida, si es cierto que esto sucede, entonces es posible que se esté perdiendo la capacidad de reconocerlo. Si aquellos que convivieron con él, que lo miraron a los ojos, que le escucharon hablar y que conocían su voz, que le siguieron y acompañaron, no pudieron reconocerle, dos mil años después no es más sencillo. Pero si María Magdalena lo vio como un jardinero y si a los dos que iban de camino hacia el campo se les apareció con otro aspecto, entonces es evidente que Jesús adquiere diversas formas de hacerse presente.
Todo momento es oportuno para estar pendientes de verlo pasar y reconocerlo, pero de manera particular el tiempo de Pascua, porque es cuando en forma más intensa se celebra su resurrección, su vuelta a la vida para hacer lo que tantas veces demostró: servir y no ser servido.
En Pascua es posible reconocer fácilmente a Jesús resucitado en todos aquellos que sirven. Haga la prueba y mire a los ojos a las personas que lo sirven de tan diversas maneras, luego recuerde la promesa que hizo cuando aseveró: -estaré con ustedes siempre-.