El tema del limbo de los niños tiene una importancia enorme, sobre todo para los millones de padres de familia que han visto morir a un hijo muy pequeño (antes o después de nacer) sin haberle podido ofrecer el don del bautismo.
La doctrina del limbo había sido elaborada, durante siglos, a partir de una serie de verdades fundamentales de la fe católica, pero con conclusiones que no parecían suficientemente claras.
Para profundizar en este tema fue publicado en la primavera de 2007 un Documento de la Comisión teológica internacional titulado “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin el bautismo”. El Documento había sido discutido por la Comisión teológica internacional después de dos reuniones generales, en 2005 y 2006. Posteriormente, el Cardenal William Levada, presidente de la Comisión, con el “consentimiento” del Papa Benedicto XVI, aprobó la publicación del texto.
A partir de ahora lo citaremos como “La esperanza de salvación...” indicando el número del parágrafo usado. Hay que aclarar que este Documento no puede ser considerado en todas sus partes como un acto del magisterio, si bien ofrece continuas referencias a textos de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia.
El fin del Documento es claro: ofrecer una reflexión sobre el tema del limbo especialmente para aquellos padres de familia que han perdido un hijo (antes o después de nacer, cf. “La esperanza de salvación...” n. 68) sin haberlo podido bautizar, y que desean saber si su hijo llegará o no al cielo, si gozará de la visión de Dios.
El Documento tiene tres partes y 103 parágrafos. En la primera parte ofrece una historia de la doctrina teológica (que nunca había llegado a ser dogma de fe) sobre el limbo y la situación en la que se encontraba antes y después del Concilio Vaticano II. En la segunda parte profundiza en los principios teológicos y dogmáticos que han de ser tenidos presentes para continuar la reflexión sobre el tema y para explorar si tiene sentido seguir hablando del limbo. En la tercera parte se elabora una respuesta conclusiva y se muestran los motivos de esperanza que existen para pensar que la salvación de Cristo también llega, por caminos que no conocemos, a estos niños: podemos esperar que alcanzan, también ellos, la visión beatífica.
Es importante darnos cuenta de que no estamos ante un tema puramente especulativo, pues toca a millones de familias en todo el planeta: ¿qué será de este niño concreto, de este hijo que falleció cuando era muy pequeño, tal vez cuando era sólo un embrión o un feto, o al poco tiempo de nacer, y sin haber recibido el bautismo?
Encontrar una respuesta es posible sólo si tenemos presentes tres verdades profundas que conocemos desde nuestra fe cristiana, y que afectan la vida de todos los seres humanos. Tales verdades, presentadas de modo sintético (cf. “La esperanza de salvación...” n. 32), son las siguientes:
1. Dios quiere que todos los hombres se salven, según el texto conocido de 1Tm 2,4 (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 43-52).
2. La salvación es dada sólo a través de la participación en el misterio pascual de Cristo, es decir, por medio del bautismo (sacramental o recibido de alguna otra forma). Nadie puede salvarse (ni siquiera los niños que aún no tienen ninguna culpa personal) sin la gracia de Dios, en la que, en cierto modo, se incluye una relación explícita o implícita con la Iglesia (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 57-67, 82, 99).
3. Los niños no pueden entrar en el Reino de Dios si no han sido liberados del pecado original a través de la gracia redentora de Cristo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 36).
Durante siglos, la Iglesia católica de rito latino ha reflexionado sobre estas verdades con la ayuda de las ideas de san Agustín. Agustín, en su polémica con Pelagio, pensaba que los niños muertos sin bautismo no podían alcanzar el cielo por no haber sido purificados del pecado original (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 15-18).
Las propuestas agustinianas han cuajado, a lo largo de los siglos, en la idea del limbo de los niños, un lugar en el que se encontrarían las almas de los niños muertos sin bautizar. En el limbo no habría castigos o serían mínimos (pues esos niños no han cometido ninguna culpa personal), pero quienes allí estuvieran destinados no podrían gozar de la visión de Dios que es propia de quienes ya están en el cielo (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 19-24).
La idea del limbo para los niños llegó a convertirse en una doctrina católica común, enseñada durante siglos a los fieles, hasta mediado el siglo XX. Sin embargo, hay que recordarlo, nunca fue declarada como dogma de fe ni como algo definitivo: era una tesis teológica ampliamente difundida (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 26, 40, 70).
En el siglo XX los teólogos buscaron nuevos caminos para estudiar el tema, especialmente para conciliar la voluntad salvífica de Dios, que también miraría a los niños que mueren, antes o después de nacer, sin haber recibido el bautismo, con la doctrina según la cual sólo a través de la eliminación del pecado original es posible lograr la visión beatífica.
El bautismo sacramental, lo sabemos, es el camino querido por Dios para introducirnos en el mundo de la salvación. ¿Puede Dios actuar su designio salvador a través de otros caminos? ¿Es posible que un niño no bautizado sea librado del pecado original a través de una participación especial en el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo? (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 27-41).
Un texto del Concilio Vaticano II ofrece caminos para replantear este tema. En Gaudium et spes n. 22 se nos explica cómo Cristo ha asociado a su misterio pascual a todos los hombres. De modo especial, están asociados los creyentes (los que han recibido el bautismo y viven coherentemente con su condición de hijos en el Hijo). Pero también, por vías que no conocemos, se unen a Cristo quienes no han sido bautizados. Dice el texto:
“(...) Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (Gaudium et spes n. 22).
Este texto del concilio es citado numerosas veces en nuestro Documento (especialmente en los nn. 6, 31, 77, 81, 85, 88, 93, 96).
La forma normal para asociarse al misterio pascual es, como repite una y otra vez el Documento que estamos presentando, el bautismo. Por eso, según toda la tradición católica, sigue en pie la doctrina según la cual el bautismo es necesario para alcanzar la salvación (“La esperanza de salvación...” nn. 29, 61-67).
Entonces, ¿qué ocurre con los niños que mueren sin el bautismo? Desde la Revelación podemos esperar que Dios les ofrecerá el asociarse al misterio salvífico de Cristo, por caminos que no conocemos pero que Dios sí conoce. La oración que la misma Iglesia ofrece por esos niños es parte de esta esperanza, para quienes existe, desde hace varias décadas, una misa especial (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 5, 69, 100).
Esta es la clave del Documento: esperar y confiar en la “filantropía misericordiosa de Dios” (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 80-87), que puede actuar la salvación en esos niños por “otras vías”, distintas del bautismo pero con los mismos efectos propios de todo encuentro salvador con Cristo: quedan libres del pecado original y pueden, así, acceder a la visión de Dios, pueden entrar en el cielo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 41).
En otras palabras, y aquí el Documento (n. 101) se limita a reproducir el Catecismo de la Iglesia Católica n. 1261, respecto de los niños muertos sin bautismo “la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos. En efecto, la gran misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tm 2,4) y la ternura de Jesús con los niños, que le hizo decir: «Dejad que los niños se acerquen a mí, no se lo impidáis» (Mc 10,14), nos permiten confiar en que haya un camino de salvación para los niños que mueren sin Bautismo. Por esto es más apremiante aún la llamada de la Iglesia a no impedir que los niños pequeños vengan a Cristo por el don del santo Bautismo”.
Podríamos indicar otras muchas ideas de un Documento lleno de esperanza, que nos ayuda a profundizar en los designios amorosos de Dios a través de un tema muy concreto. Hay un punto que es sumamente hermoso que quisiéramos evidenciar ahora.
Quizá en el pasado, por influjo de san Agustín, se había puesto el énfasis (justamente) en la misteriosa relación de todo el género humano respecto de Adán, de los primeros padres, desde los cuales hemos heredado el pecado original.
Esta perspectiva, sin embargo, necesitaba ser completada con el énfasis debido que hay que dar a la relación de todos los hombres a Cristo. Hay que citar, en este sentido, una parte de Gaudium et spes n. 22: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona.
El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre”.
En otras palabras: los hombres y las mujeres de todos los tiempos estamos unidos no sólo por los lazos de sangre y por una misma humanidad (Adán), sino también por haber sido alcanzados por el Amor de Dios manifestado en Jesucristo, el Hombre perfecto que recapitula y explica plenamente nuestra condición humana. Más aún, la solidaridad humana con Cristo debe ser vista como prioritaria respecto de la solidaridad humana con Adán, y a esta luz hay que considerar el tema del destino de los niños que mueren sin haber recibido el bautismo (cf. “La esperanza de salvación...” nn. 91, 95).
La unión con Cristo, Redentor del hombre, se hace real a través del bautismo, en el cual el creyente queda insertado en Cristo. Cuando el bautismo no ha podido ser administrado a los niños, podemos esperar que el misterio salvador de Cristo llega a ellos de maneras que sólo Dios conoce.
Desde las reflexiones ofrecidas por este Documento, es posible entonces pensar que la doctrina del limbo de los niños quedaría “superada” (cf. “La esperanza de salvación...” n. 95). Queda claro que la Comisión teológica internacional no ofrece (no podría hacerlo) ninguna indicación concreta para “prohibir” la defensa de la existencia del limbo, aunque los elementos que ofrece serían suficientes para considerarla una teoría teológica del pasado.
Aunque “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin el bautismo” no sea un Documento vinculante (un acto del magisterio ordinario de la Iglesia), ofrece elementos suficientes para, por un lado, valorar aún más la importancia que tiene el bautismo como camino ordinario para la salvación: hay que administrarlo lo más pronto posible a los niños nacidos en los hogares cristianos. Por otro lado, nos presenta el Amor misericordioso de Dios revelado en Cristo de tal manera que nos permite esperar que aquellos niños (antes o después de su nacimiento) que mueren sin haber podido recibir este sacramento, serán salvados y alcanzarán, así, la visión beatífica por caminos que sólo Dios conoce y según el misterio de la Redención de Cristo (cf. “La esperanza de salvación...” n. 103).