Para algunos la cuaresma marca el fin de su carnaval; para otros es tiempo de pescado, mariscos, y tantas recetas más de abolengo popular. Aunque su verdadero sentido seguirá siendo el de siempre: acompañar a Jesús de Nazaret, con amor y penitencia, recordando su prolongado ayuno en el desierto; así como preparación para la semana santa, en la cual recordamos su ofrecimiento por nosotros como víctima inocente muriendo en la cruz.
Prestemos, pues un poco de atención al asunto de las cruces. Cruces, muchas cruces, en paredes del negocio y en gargantillas de 18 quilates para llevar con nosotros. Cruces bonitas para adornar la casa; una clara muestra de nuestra fe. Somos católicos no faltaba más. Cruces de pasta, y si la familia es rica: de marfil... pero que sean bonitas... ¡que adornen!
Un Cristo ensangrentado de arriba a abajo, no. Un Cristo destrozado a latigazos: no. De una vida de dolor y sufrimiento “Libéranos Dómine” (líbranos Señor). En nuestro taller mecánico las paredes repletas de trevis enmarcando a la Guadalupana. En el espejo del coche un rosario, y el claxon siempre pronto a entonar el himno a la madre cuando nos dan un cerrón. Lejos de nosotros el perdonar al enemigo. Ni que fuéramos santos.
A tal punto recuerdo lo que unos amigos muy queridos me contaron: de esas historias familiares tan sencillas y gratas como una maceta de geranios en el patio interior de una casa de pueblo, pero con tanta Teología ascética como la que pueda contener cualquier biblioteca de universidad pontificia. Del suceso a hoy, han nacido y muerto muchos días, pero eso es lo de menos.
Le llegó su turno para ser pintado al cuarto de los papás, y para ello abandonaron su sitio en las paredes los cuadros, adornos, y el viejo crucifijo que, con mucho cuidado, se depositaron en el suelo. Éste último recargado en unas cortinas.
Día normal como tantos otros; papá al trabajo, los hermanos a la escuela, mamá sale, entra, sale, entra... compras, comida, niños que repartir y recoger. Todos, como de costumbre, más o menos puntuales se apersonan en la comida de medio día. Barullo, tareas, tele, baño... más barullo, por fin comienza a oscurecer.
Mamá entra a su cuarto para ver como marchan las cosas y se encuentra a uno de los pequeñitos, de tres años de edad, de rodillas manchando el crucifijo con una pasta blanca. Entre sus manitas encuentra un tubito de “Neosporín ungüento”. ¿Qué haces Bernardo? Le pregunta, y él con voz tierna, responde: “Lo estoy curando”.
Dora le contó el suceso a Alberto y de común acuerdo, dejaron el Cristo manchado de blanco. Quizás “aquello” alivie un poco sus heridas. Al recordar esta anécdota siento vergüenza, por ser adulto, uno de esos que buscan “cruces bonitas para decorar”, y por no ser capaz de ver en ellas a Jesús, como Amor sangrante.