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Eros y ágape: ¿incompatibles o complementarios?

La primera encíclica del Papa Benedicto XVI, Deus caritas est, está dedicada al tema del amor. Al profundizar, en la primera parte, en los datos esenciales del amor de Dios, el Papa realiza una interesante confrontación entre dos términos que, durante siglos, han servido para hablar del amor: eros y ágape.

Benedicto XVI, desde el inicio de Deus caritas est, indica que desea hablar del amor de Dios, el cual, al habernos amado en primer lugar, nos invita también a amar. La primera parte de la encíclica, más especulativa, intenta profundizar en la naturaleza del amor divino y su intrínseca relación con el amor humano. La segunda parte, más “operativa”, explica los modos a través de los cuales la Iglesia vive el mandamiento del amor al prójimo (n. 1).

El Papa inicia la primera parte con una serie de clarificaciones terminológicas (n. 2) y con una presentación del binomio “eros-ágape”, con la que pretende mostrar la diferencia y unidad entre estos dos movimientos propios del amor humano y, en cierto sentido, del amor divino.

El término éros habría sido usado, en el mundo griego, para ilustrar el amor existente entre el hombre y la mujer. En el mundo bíblico, en cambio, tal palabra sólo aparece dos veces en el Antiguo Testamento, y no es usada nunca en el Nuevo Testamento, que prefiere las palabras philía y ágape. La pregunta que surge es: ¿ha revolucionado el cristianismo la noción del amor, hasta el punto de dejar de lado, o incluso de “envenenar” (según la cita que el Papa recoge de Nietzsche) el eros? (n. 3).

Para responder a esta pregunta, la encíclica vuelve sobre la noción griega de éros. El eros sería visto “como un arrebato, una «locura divina» que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta” (n. 4).

Estos análisis nos llevan a dos observaciones preliminares. La primera consiste en subrayar la relación entre el amor humano y la religiosidad de los pueblos. La segunda nos hace ver que no es correcto dejarse llevar por el instinto en el ámbito del amor: hay que pasar por una serie de maduraciones y purificaciones que permiten alcanzar una profunda curación del amor. Todo ello responde a la estructura del ser humano, en quien alma y cuerpo necesitan ser unificados correctamente. De lo contrario, o se desprecia la carne como si fuese algo puramente animal, o se exalta excesivamente el cuerpo (la carne) hasta el punto de degradar el eros a lo puramente sexual. Esto último, paradójicamente, lleva a menospreciar el cuerpo que se desea exaltar, al ser usado simplemente como material biológico disponible según las elecciones libres de cada uno (n. 5, cf. n. 17).

El n. 17 es sumamente interesante. Tras recordar que el amor no es solo sentimiento, aunque a veces se origina a partir de una especie de “chispa” inicial, el Papa hace ver que el eros necesita purificarse, y que el amor maduro abarca “todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad”. En otras palabras, el hombre está llamado a amar con todo su ser, sin dejar de lado ninguna de sus dimensiones, sin anularse en su estructura antropológica original.

El camino del amor, que es capaz de elevarnos a lo divino (según lo subrayaron tanto los griegos como diversas religiones del pasado), necesita por tanto ser purificado, necesita un esfuerzo de ascesis. Un análisis del mensaje bíblico (a partir del Cantar de los cantares y del Nuevo Testamento) muestra especialmente que el amor no puede limitarse a la búsqueda de uno mismo, sino que está orientado hacia el otro, a la búsqueda en todo del bien del amado. A la vez, el amor que busca conquistar niveles más elevados, se orienta hacia la exclusividad (sólo con esta persona) y hacia la eternidad (para siempre), si bien la situación humana nos lleva a perseguir estas metas en un camino continuo, en un éxtasis que lleva a salir continuamente de uno mismo para darse al otro (n. 6, cf. n. 17).

En el contexto del mensaje bíblico, el Papa vuelve a la pregunta que guía sus reflexiones sobre la naturaleza del amor: ¿hay unidad profunda entre los distintos significados del amor, o se encuentran separados entre sí, como realidades yuxtapuestas pero distintas? Es frecuente considerar eros (amor mundano, ascendente, posesivo) y ágape (amor fundado en la fe, descendente, oblativo) como distintos, como contrapuestos. Llevar al extremo esta contraposición implicaría que “la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana” (n. 7). ¿Es correcta esta contraposición?

Benedicto XVI busca un camino de respuesta al subrayar que no se da una separación completa entre estos dos tipos de amor. El dinamismo propio del eros, que busca de modo vehemente y ascendente al otro, lleva poco a poco a no preguntarse tanto por uno mismo y a preocuparse cada vez más por la felicidad del amado. En otras palabras, el eros irá acogiendo, cada vez más, el ágape. A su vez, el ser humano es incapaz de vivir sólo con un amor oblativo, descendente, de donación, puesto que también necesita recibir: “Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don” (n. 7). La escalera de Jacob es la imagen que usaban los Padres para explicar la unidad entre estos dos amores, pues el camino ascendente o contemplativo implica recorrer el camino descendente de servicio (n. 7).

La encíclica puede así llegar a una primera conclusión (todavía genérica): “en el fondo, el «amor» es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor” (n. 8). Por lo mismo, la visión bíblica sobre el amor no se contrapone al amor en cuanto fenómeno humano original. Para profundizar en este punto, sin embargo, hace falta exclarecer, desde la fe bíblica, cuál es la imagen de Dios y cuál es la imagen del hombre (n. 8, en preparación a los nn. 9-11).

La imagen de Dios que ofrece la revelación bíblica implica dos novedades importantes respecto a otras visiones del tiempo histórico y cultural del mundo judío. La primera, la afirmación de la unicidad de Dios y de la total dependencia de todas las realidades respecto de Él. La segunda, el descubrimiento de que Dios ama al hombre, “y este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente ágape” (n. 9, cf. n. 10). La acogida del Cantar de los cantares en el Canon de la Escritura es comprensible precisamente porque los poemas de amor presentados en este libro describen la relación entre Dios y el hombre: hay una unificación entre ambos polos que no es un fundirse completamente, sino un llegar a “una unidad que crea amor, en la que ambos -Dios y el hombre- siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa” (n. 10).

El n. 10 que acabamos de citar sirve de puente para pasar de la nueva imagen de Dios a la nueva imagen del hombre, que es rápidamente esbozada en el n. 11.

El n. 11 inicia con una serie de reflexiones sobre el relato bíblico que presenta la creación del hombre. Ante la multiplicidad de creaturas que encuentra ante sí, el hombre no logra identificar ninguna capaz de darle aquella ayuda que necesita desde lo profundo de su ser. Puede, ciertamente, dar un nombre a cada uno de los seres vivientes que le son presentados, puede acogerlos así en su “entorno vital”, pero no basta. Entonces Dios forma a la mujer, a partir de una costilla del hombre, y es entonces cuando el varón puede exclamar: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gn 2,23).

Transcribimos ahora las líneas que siguen, en las que el Papa recoge un mito narrado por Aristófanes en el Simposio de Platón (una obra escrita en el IV siglo a.C.):

“En el trasfondo de esta narración se pueden considerar concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era originariamente esférico, porque era completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su integridad” (n. 11, citando Simposio XIV-XV, 189c-192d).

El interés de esta ágil alusión a un mito de la literatura griega, en la que también se ofrece un breve resumen de las ideas contenidas en el pasaje platónico, radica en ilustrar un “trasfondo” de ideas que expresa un dato de importancia: la necesidad que tiene el hombre de reunirse con una mitad complementaria, el anhelo de un encuentro que permita “recobrar su integridad”. Es comprensible que el Papa no contextualice el texto platónico, ni que haga ninguna alusión al momento y al personaje que ofrece la historia o leyenda sobre el “hombre esférico”, pues la encíclica no es un trabajo de exégesis filosófica. Pero es interesante que haya escogido este pasaje del Simposio para ilustrar desde el mismo una importante dimensión humana: la incompletez.

A renglón seguido, la encíclica ofrece algunas precisaciones que diferencian y separan la idea bíblica del Génesis respecto al mito platónico, sin que se rompa con el contenido básico que tal mito ofrece. “En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «completo»” (n. 11).

Difieren, por tanto, el mito puesto en boca de Aristófanes y la visión cristiana sobre el amor entre el hombre y la mujer. En primer lugar, difieren a la hora de indicar cuál sea el origen de la necesidad de una reunificación: el cristianismo no encuentra tal necesidad en un castigo, sino que la evidencia en la estructura misma del ser humano, en su constitución creatural. En segundo lugar, algo no subrayada explícitamente por el Papa, pero evidente a la luz de la exposición del discurso de Aristófanes, notamos que el deseado “completamiento”, según la visión bíblica, se logra a través de la unión con el otro sexo, y no a través de la unión con un ser humano del mismo sexo (masculino o femenino), como también sería posible según el texto del Simposio platónico. Es decir, la Revelación no dice que Dios ofreciese a Adán otro varón, sino una mujer; sólo ante la mujer el hombre reconoce a aquella que puede darle “eso” que necesitaba en lo más profundo de su estructura antropológica. Por eso, prosigue la encíclica en continuidad con el texto del Génesis, el hombre deja a su padre y a su madre, se une a su mujer y así los dos llegan a ser “una sola carne” (Gn 2,24).

¿Cuáles son los aspectos centrales del relato del Génesis? A través del mismo descubrimos, en primer lugar, que “el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar y «abandona a su padre y a su madre» para unirse a su mujer; sólo ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, se convierten en «una sola carne»” (n. 11). La humanidad queda, por lo tanto, incompleta si no se da esa orientación del hombre hacia la mujer y de la mujer hacia el hombre, pues sólo a través de su mutua unión la humanidad llega a ser expresada en toda su completez.

El segundo aspecto resulta ser, para Benedicto XVI, de no menor importancia: “en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo” (n. 11). En otras palabras, la estructura antropológica que llevan al hombre y a la mujer hacia la atracción expresada y vivida a través del eros permite el surgimiento de un estado de vida, el matrimonio, que, como vimos antes, tiene las notas de la unicidad (monogamia) y de la eternidad (para siempre, cf. n. 6).

El n. 11 termina de un modo semejante a como el n. 10 vinculaba la idea de Dios con la concepción acerca de las relaciones entre el hombre y Dios. En cierto sentido, lo que sabemos de Dios permite comprender mejor al hombre, y lo que comprendemos del hombre nos lleva a profundizar mejor en la idea de Dios. Asimismo, tales comprensiones nos aclaran cómo han de ser las relaciones entre el hombre y la mujer, entre el ser humano y Dios:

“A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella” (n. 11).

Los nn. 12-15 centran la atención en Jesucristo, el amor encarnado de Dios, que permitiría conocer plenamente qué es el amor, qué camino seguir para vivir y para amar (n. 12). En el acto de entrega del Hijo encarnado, acto presente y asequible a todos a través de la Eucaristía, entramos en el misterio del “abajamiento” de Dios que busca al hombre, y alcanzamos una elevación que va más lejos de cuanto pudiera conseguir nuestro esfuerzo más sincero (n. 13). A la vez, la Eucaristía nos permite entrar en comunión, en unidad, con todos aquellos que participan en el mismo banquete, con todos los que reciben al Cristo que se nos da (n. 14): ¿no es esa una de las dimensiones más ricas y más profundas del amor humano, en cuanto une a los creyentes no sólo con otra persona, sino con un número incontable de hombres y mujeres que forman en Cristo un solo cuerpo?

Esta unión con Cristo y con los hermanos provoca el dinamismo de caridad que nos lleva a servir al “prójimo”, a todos, a “cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar” (n. 15), en una universalización que no es nada abstracta, sino que compromete al cristiano siempre, ante cada necesitado que encuentre en el camino de la vida.

Los tres números que cierran la primera parte (nn. 16-18) responden a dos preguntas: “¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea?” “¿Se puede mandar el amor?” (n. 16). Ya hemos adelantado algunas ideas de estos números en los párrafos precedentes. Ahora sólo queremos subrayar la fuerte relación que existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo, hasta el punto que no se puede dar en su esencia más profunda el uno sin el otro. Al amar desde Dios, acogemos un amor que “es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todos» (cf. 1Co 15,28)” (n. 18).

Estas líneas, que cierran la primera parte, vuelven sobre la idea de la ansiada unidad, esa unidad que buscamos tanto a través del eros como a través del ágape, es decir, a través de las dos dimensiones del amor humano en cuanto semejante al amor divino.

En resumen, la primera parte de la encíclica Deus caritas est manifiesta y defiende la unidad que debe existir entre eros y ágape como dimensiones fundamentales del amor humano. Entrelazados adecuadamente, eros y ágape desencadenan un dinamismo de amor que hace comprensible la existencia humana como un prodigio maravilloso, como un camino que arranca de la donación eterna de Dios y que invita al ser humano a dar y acoger amor. Ese camino lleva a la unidad, pues la unidad es el principal fruto del amor (como recuerda la tradición bíblica), y el amor es, en el fondo, búsqueda de unidad.