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Enviados a anunciar el Evangelio

¡Venga tu Reino! 

Roma, 13 de abril de 2009 

A todos los miembros y amigos del Movimiento Regnum Christi 

Muy estimados en Jesucristo, 

Resurrectio Domini, spes nostra! La resurrección del Señor es nuestra esperanza. Con estas palabras el Santo Padre, Benedicto XVI, ha felicitado ayer a todos los cristianos por la solemnidad de la Pascua. Quisiera aprovechar esta carta para compartir sencillamente algunas reflexiones espirituales sobre este misterio central de nuestra fe y expresarles también mi más cordial felicitación, esperando que el Señor Resucitado llene sus almas de la más profunda alegría. 

Una gran ayuda para vivir con más fruto espiritual estos días ha sido estar a la escucha de lo que el Papa nos ha transmitido con su palabra en las diversas celebraciones. El domingo de Ramos habló a los jóvenes que participaban en la Jornada de la Juventud sobre la ley fundamental de nuestra existencia, definida así por Cristo: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25). 

 
   
 «Un grupo de sacerdotes legionarios y miembros del Movimiento, han estado colaborando con voluntarios de numerosas asociaciones católicas, estatales y civiles, para llevar ayuda material y consuelo espiritual».  
Desarrollando esta idea, el Papa explicaba cómo sólo en la entrega desinteresada «nuestra vida se ensancha y se engrandece». Es el principio del amor, íntimamente ligado al misterio de la cruz: «el amor significa dejarse a sí mismo, entregarse, no querer poseerse a sí mismo… mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres que Él pone a mi lado» (Homilía, 5 de abril de 2009). 

Estos días santos nos han unido también a tantas personas que experimentan el sufrimiento físico o moral. Hace una semana, un violento terremoto sacudió a la región italiana de Abruzzo causando casi 300 muertes, miles de heridos y dejando a decenas de miles de personas sin hogar. Un grupo de sacerdotes legionarios y miembros del Movimiento, han estado colaborando con voluntarios de numerosas asociaciones católicas, estatales y civiles, para llevar ayuda material y consuelo espiritual. 

Como leemos en el relato de la oración en el huerto de Getsemaní, también nosotros quisiéramos ser para los hombres que más sufren como ese ángel que se acercó a consolar a Jesús mientras oraba con angustia y dolor. «Mi alma está triste…» (Mc 14, 34) llegó a decir Cristo antes de su Pasión. 

Recordamos también en nuestras oraciones al señor Julio Max Fernández, miembro de Familia Misionera, a quien Dios ha llamado a su presencia durante estas misiones de Semana Santa. Nos unimos en la oración al dolor de su familia, con el consuelo de saber que goza ya de la felicidad que estaba anunciando. Las misiones son una ventana al cielo. En el dolor y en las pruebas, el ejemplo de Cristo nos lleva a abrazar la Voluntad del Padre con amor. Si Dios es fiel, si Cristo murió y resucitó por nosotros, entonces todo es posible. 

Agradecemos a Dios de todo corazón que durante esta Semana Santa nos haya permitido conmemorar los misterios de nuestra redención, que tienen su culmen en el triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. La mayor tristeza en el hombre es precisamente el pecado, porque separarnos de Dios nos divide, nos entristece y nos aleja de los hombres nuestros hermanos . 

 
   
 «A todos nos ayuda meditar, especialmente en este tiempo pascual del año paulino, en el testimonio del Apóstol. ¿Qué significaba para él “ser apóstol”?».  

Nuestras faltas se reparan con la oración sincera y humilde, como la del publicano, que no se atrevía a levantar la cabeza. Se reparan también con la penitencia, que es una forma de decirle a Dios que nos duele haberle ofendido. Pero sobre todo se reparan con la virtud de la caridad. Ese fue el mandamiento nuevo que nos dejó en el discurso de la última cena: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12); «si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? […] haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio» (Lc 6, 32). ¿Cómo puede agradar a Dios que oremos y hagamos sacrificios, si no vivimos la caridad? 

¡Cristo vive! Estas dos palabras dan sentido a nuestra vida y a nuestra misión. Resuenan las palabras de san Pablo que nos llenan de confianza: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba» (Col 3,1). Así aprendemos a vivir con los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en el cielo, que es nuestra casa definitiva. El que confía y mira el cielo, transmite gozo y paz, en medio de cualquier situación. 

A todos nos ayuda meditar, especialmente en este tiempo pascual del año paulino, en el testimonio del Apóstol. ¿Qué significaba para él “ser apóstol”? En una de sus catequesis, Benedicto XVI afirma que son tres las características principales que lo constituyen como tal: ser llamado, ser enviado y anunciar el Evangelio (cf. Audiencia general, 10 de septiembre de 2008). 

Primero, el ser llamado, «haber visto al Señor» en el encuentro personal decisivo que cambia la propia vida (cf. 1Co 9, 1). Nadie es apóstol por su propia decisión ni por sus propios méritos. Somos apóstoles «por vocación» (Rm 1, 1). Para san Pablo, ésta fue la experiencia del camino de Damasco, cuando Jesús, a quien él consideraba definitivamente muerto, se le presentó de repente vivo y lleno de gloria: «Yo soy Jesús a quien tú persigues» (Hch 9, 5). ¡Amigos de Cristo! Éste es el don más grande de nuestra vida. 

Señor, quédate con nosotros. Nunca te vayas de nuestros corazones, porque sin ti nuestra vida es oscura y llena de confusión. Contigo todo es luz y nuestro corazón descansa en paz. Cuando te amamos, Jesús, nos damos cuenta lo mucho que nos amas. Gracias, Señor Jesús, por ser tan bueno. Gracias por habernos creado y redimido por amor. 

 
   
 «Cuando hablamos de “misión”, sabemos que no se trata de ir a un lugar o a otro, sino de llevar a Cristo. Y éste es el verdadero descanso del cristiano, llevarlo a Él».  
La segunda característica del apóstol es ser enviado. En sus cartas, san Pablo se define «colaborador de Dios» (1Co 3, 9) y «embajador de Cristo» (2Co 5, 20). Cuando hablamos de “misión”, sabemos que no se trata de ir a un lugar o a otro, sino de llevar a Cristo. Y éste es el verdadero descanso del cristiano, llevarlo a Él. Con Él todo se suaviza y la carga, por más pesada que sea, se hace ligera. Como dice un salmo: «Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza» (Sal 18, 2). 

En tercer lugar, el apóstol es quien, siendo llamado y enviado, efectivamente anuncia el Evangelio. En estas semanas del tiempo pascual, la liturgia nos propondrá frecuentemente pasajes de los Hechos de los Apóstoles, en los que podemos comprobar con cuánta audacia y generosidad los apóstoles se entregaron a su misión de evangelizar. Todos somos instrumentos, y nuestro modelo siempre es Cristo. Y así lo fue san Pablo para las numerosas comunidades que fundó. Él se sabía portador de un mensaje que no podía callar ni guardar para sí mismo. 

Señor, que nuestra pasión por predicarte brote de un corazón que ama. Es imposible conocerte y no transmitirte, como cuando amamos a alguien y nuestro corazón no puede sino pensar, hablar y hacer lo posible por la persona amada. Predicarte a ti es encontrarnos a nosotros mismos, porque te llevamos en el corazón y Tú nos creaste para ti. 

San Pablo es patrono de los miembros del Regnum Christi porque su única pasión es Cristo y por eso es también modelo de todo apóstol. «Cristo fue la única fuerza, la única pasión de amor que alentaba y sostenía sus luchas, sus sufrimientos y su entrega a la misión. Así pudo llegar a decir: “para mí la vida es Cristo” (Fil 1, 12) y “si vivo, ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Y fiel hasta la muerte se dedicó a amar y predicar a Cristo con toda la pasión de su corazón» (Manual del miembro del Movimiento Regnum Christi, 149). Como él, buscamos encontrarnos con Cristo, no como un personaje histórico lejano, sino como persona viva y real. 

 
   
 «Gracias a Dios, cada año hay más miembros del Movimiento y participantes que predican a Cristo con toda la pasión de su corazón en estos días tan llenos de bendiciones y también a lo largo del año».  

Como san Pablo, nos sabemos enviados a anunciar el Evangelio. Acabamos de vivir la experiencia extraordinaria de las misiones de Semana Santa organizadas por Juventud y Familia Misionera. Gracias a Dios, cada año hay más miembros del Movimiento y participantes que predican a Cristo con toda la pasión de su corazón en estos días tan llenos de bendiciones y también a lo largo del año. 

Cuántos misioneros han recorrido las calles de miles de pueblos en tantos países, tocando puerta por puerta. Sus rostros, cansados pero felices, nos enseñan que la fe se fortalece dándola y que «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20, 35). Señor, danos la valentía de tu fe, para que cuando nos vean a nosotros, no se queden con nosotros, sino contigo, a ejemplo de san Juan Bautista, que encontró la plenitud de su vocación en que Tú crecieras, buscando él mismo disminuir. 

Es verdad, la espiritualidad del Movimiento «está fuertemente marcada por un hondo sentido de la misión. El “¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” no puede dejar de resonar en el corazón de todo miembro del Regnum Christi. Cada uno debe ser una llama que encienda el fuego del amor de Cristo en su entorno: ¡A Cristo le faltan brazos! ¡A Cristo le faltan pies! ¡A Cristo le faltan lenguas! Los apóstoles del Reino han de ofrecer los suyos incondicionalmente para trabajar por los intereses de Cristo y de su Iglesia» (MMRC, 100). 

Es esto lo que debemos buscar, no sólo con las misiones de evangelización, sino con toda nuestra vida, con el testimonio que podamos dar, a pesar de nuestros límites personales; con nuestras palabras, siempre llenas de bondad; con nuestras obras de caridad, con nuestro trabajo por construir la civilización de la justicia y el amor. Como para san Pablo, ser apóstoles debe ser para nosotros un estilo de vida, pues no podemos concebir el ser cristianos sin esta dimensión esencial. Nuestra misión no es un momento del día ni un período del año. La misión es más que un programa o un proyecto, incluso es más que una doctrina. 

¡Es una Persona! Es Cristo. Señor, ayúdanos a predicarte con humildad. No queremos predicarnos a nosotros mismos ni ser protagonistas. Queremos que venga tu Reino de amor a todos los hombres. Queremos ser como una hoja en blanco en la que Tú escribas y hagas lo que quieras para el bien de nuestros hermanos. 

Los hombres necesitan a Cristo y por eso el mundo necesita apóstoles santos. El pasado mes de marzo tuve la enorme alegría de participar en el Encuentro de Juventud y Familia de Puebla (México). Recuerdo la pregunta de un joven: «¿Qué es lo que Dios espera del Movimiento en estos momentos?». Es una pregunta que todos los días le hemos de hacer a Jesucristo y Él nos responde que espera nuestra santidad, que no tengamos miedo a la santidad, a dar nuestras vidas y a abrazar la cruz. La cruz se nos presenta de modos tan diversos e inesperados, a veces humillantes, pero así nuestra respuesta es más auténtica y pura . 

 
   
 «La cruz se nos presenta de modos tan diversos e inesperados, a veces humillantes, pero así nuestra respuesta es más auténtica y pura».  

Él espera de nosotros lo que esperó de sus apóstoles, que seamos un espejo suyo, que cuando los demás nos vean puedan decir que están viendo la mirada de Cristo, que nos amó hasta el extremo. Espera que vivamos el mandato de la caridad, que seamos un solo corazón y una sola alma para colaborar con todas las personas de buena voluntad en la construcción de un mundo más unido, donde el bien triunfe sobre el mal. 

Yo creo que no tenemos que cansarnos de pedir en la oración a Dios nuestro Señor que nos conceda un corazón como el de su Hijo; que busquemos tener los mismos sentimientos, los mismos pensamientos y palabras de Jesús. Así lo pedimos cuando hacemos la señal de la cruz, sobre nuestra frente, nuestra boca y nuestro corazón. Queremos verlo todo desde el corazón de Jesucristo, que es nuestro modelo. 

 

Jesucristo nos enseña que la vida es para pasar haciendo el bien, pensando bien, hablando bien, dando no sólo lo que tenemos, sino sobre todo lo que somos. El P. Escribano, uno de los primeros cofundadores de la Legión que falleció en Chile hace casi tres años, solía decir: «el bien no hace ruido y el ruido no hace bien», y tenía mucha razón. Dicen que hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece. Así es el bien, silencioso, pasa desapercibido, no hace ruido ni es noticia, pero ahí está. Nadie nota de un día para otro que un bosque ha crecido, pero el tiempo se encarga de evidenciarlo. 

Creo que, en esta Pascua, Dios nos está pidiendo una respuesta de mucho valor y de mucho amor. El miércoles, antes de comenzar el triduo santo, el cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio, quiso celebrar la Eucaristía con nosotros y animarnos precisamente a esto, a vivir centrados en Cristo, que es lo esencial de nuestra vida. Hacen falta corazones bien arraigados en la fe, que se preocupen más por la salvación y el bien de sus hermanos que por el propio bien e incluso la propia realización. 

Nos toca escribir este capítulo de la historia del Movimiento con la vivencia de la caridad, de la verdad, de la benedicencia y de la humildad. Nos toca vivir con un gran amor a la Iglesia y llenos de celo apostólico, conscientes de que somos instrumentos de un plan maravilloso de Dios para la salvación de nuestros hermanos. La misión nos sobrepasa y esto nos hace poner nuestra confianza en Él y no en nuestras propias fuerzas, que no bastan. 

María, gracias por habernos dado a tu Hijo, por enseñarnos a amarlo. ¿Qué habrás sentido a los pies de la cruz, cuando contemplabas su agonía y su mirada en medio de tanto dolor? Él te veía y te decía que no te preocuparas, porque todo estaba por cumplirse y porque así nos estaba abriendo las puertas del cielo. Tu dolor no te hizo desesperar ni hundirte en la tristeza. Nos enseñaste el camino de la compasión y de la fortaleza que provenía del dolor de tu corazón. ¡Gracias, Madre, por tu fidelidad hasta la muerte! Danos el don de ser fieles a tu Hijo y de perseverar en el amor. 

   
 «Pedimos mucho por las almas consagradas, por su vida santa y por el crecimiento en todos aquellos que son llamados a seguirle por medio de esta vocación».  

Esta mañana han recibido los ministerios del acolitado y del lectorado, aquí en Roma, un grupo de casi cien religiosos legionarios que se encuentran en los últimos años de preparación para su ordenación sacerdotal. Agradezcamos mucho a Dios por el testimonio que nos dan con su generosidad y pidámosle todos los días, para ellos y para todos los sacerdotes y religiosos, el don de la perseverancia en su santo servicio. También hoy, 13 de abril, recordamos el inicio de la vida consagrada masculina en México en 1975. Pedimos mucho por las almas consagradas, por su vida santa y por el crecimiento en todos aquellos que son llamados a seguirle por medio de esta vocación. 

Gracias a todos, por su testimonio de fidelidad y entrega. La única manera de agradecérselo es siendo fieles. Cuenten con mis oraciones para que Dios los bendiga siempre. Con sincera estima, quedo suyo afectísimo y s.s. en Jesucristo, 

Álvaro Corcuera, L.C.