Por monseñor Rafael Palmero Ramos, obispo de Orihuela-Alicante
En octubre, un rosarito a la Virgen. He aquí una invitación, formulada años atrás con fundada esperanza. La repito hoy nuevamente: en un ambiente distinto, pero con idéntica confianza.
Atrás quedan, un año más, las horas de descanso estivo, los momentos de reencuentro familiar, los lugares conocidos que hemos vuelto a pisar. ¡Cuántas personas que ya no están en ellos! ¡Cuántos recuerdos actualizados y, por lo mismo, revividos! Nos enriquecen siempre, y nos ayudan a seguir dando a la vida la dimensión que tiene: la auténtica, la verdadera, la de proyección hacia un futuro eterno, definitivo y gozoso.
El mes de octubre señala, año tras año, el comienzo de una tarea nueva, de otro peldaño a escalar con una carga añadida sobre los hombros. Y estimula siempre, alienta y empuja, porque nos espolea a todos a seguir adelante. «Suponiendo que la providencia, asegura san Agustín, no presidiera las cosas humanas, sería vana toda preocupación religiosa». De ahí que tratemos de seguir viviendo con ilusión y con gozo.
Consagrado como está, desde hace siglos, a honrar la memoria de Santa María –lo mismo que el florido mes de mayo–, al finalizar la primera semana de octubre tenemos la fiesta de Nuestra Señora del Rosario. Popular en determinados lugares. Histórica por la Victoria de Lepanto, atribuida a su protección y a su ayuda, la Virgen del Rosario es, para muchos, conocida y entrañable. Desde pequeños, porque en lugares distintos, pueblos y ciudades, nos familiarizamos con ella.
Y en octubre, su mes, rezábamos el Rosario. En familia, en el colegio, en la parroquia. Siempre con alguien a la cabeza, que desgranaba avemarías esperando respuesta coral, y que enunciaba cada uno de los misterios, como momentos importantes de la vida de María.
También hoy, ¿por qué no?
Pienso que era una costumbre buena y que debe ser, por lo mismo, mantenida. Con intervenciones nuevas, porque distinto es el momento, y también con nuevos misterios, los luminosos, que nos regaló el Papa Juan Pablo II, tan mariano, antes de dejarnos.
Son miles y miles, hasta millones, los rosarios que hoy se fabrican y que recorren el mundo entero. Hermosos algunos, valiosos otros, sencillos los más. Con las 50 cuentas que corresponden a otras tantas avemarías, o con sólo 10, para repetir e incidir una y otra vez, hasta 5, con la mano siempre abierta.
Llevamos este rosario en el coche, lo cuelgan muchos jóvenes al pecho, lo guardamos en el bolsillo: ¿por qué no tomarlo más frecuentemente entre las manos, sin cobardía alguna y sin respeto humano? La Virgen María, nuestra Madre, ha recomendado con frecuencia esta recitación, sencilla, reiterada, abierta a la contemplación. En Lourdes, en Fátima, en tantas apariciones…
Muchas son las personas que no recuerdan los misterios o que no han aprendido las letanías, pero abundan los subsidios que facilitan la cosa. Tengo para mí que el buen Dios escucha con atención las voces de las personas que se pasan el rosario, una a otra, señalando intenciones especiales en cada decena del mismo.
Probadlo y ved. Intentadlo y experimentaréis resultados maravillosos. «Al Cristo que encontramos en el Evangelio y en el sacramento, comenta nuestro Papa Benedicto XVI, lo contemplamos con María en los diversos momentos de su vida gracias a los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos. Así, en la escuela de la Madre aprendemos a configurarnos con su divino Hijo y a anunciarlo con nuestra vida».
Es bien sencillo el intento. En octubre, ya estamos en él y pasa pronto, un rosarito a la Virgen. Veréis qué cadena invisible tan fuerte une a unos hermanos con los otros.
+ Rafael Palmero Ramos
Obispo de Orihuela-Alicante