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En el "Día de la Madre"

¡Venga tu Reino!

10 de mayo de 2009
Día de la madre

A los miembros de las secciones de señoras de Regnum Christi

Muy estimadas en Jesucristo:

Con profunda alegría les hago llegar un cordial saludo en este quinto domingo de pascua que coincide, en la gran mayoría de los países, con la celebración del Día de la madre. Dios quiera que el gozo de la resurrección de Cristo siga inundando sus vidas y sus hogares.

El motivo de esta carta es ofrecerles un sencillo y sincero homenaje de gratitud ante el testimonio fecundo, silencioso y elocuente que diariamente nos ofrecen al dedicarse con esmero a la atención de sus familias. En este sentido, qué hermosa es la visión que Dios nos llama a tener de la mujer y de su misión dentro de la sociedad. Al final del mes de marzo, el Santo Padre hizo un viaje por África; en su visita a Angola tuvo la oportunidad de encontrarse con los movimientos católicos para la promoción de la mujer. Allí, el Papa decía a los participantes en ese encuentro que «la presencia materna dentro de la familia es tan importante para la estabilidad y el desarrollo de esta célula fundamental de la sociedad, que debería ser reconocida, alabada y apoyada de todos los modos posibles» (cf. Benedicto XVI, Discurso del 22 de marzo de 2009).

   
 «Con su presencia cercana y afectuosa, y su actuación decidida y prudente, ellas son las primeras formadoras, educadoras y colaboradoras de sus hijos».  
Por lo mismo, quisiera invitarlas a seguir descubriendo cada día la hermosura de esa capacidad innata que tienen, especialmente como madres de familia, para transformar el mundo que les rodea con la fuerza del amor. ¡Cuánto nos ayuda el recuerdo de nuestra propia madre y el reconocer con toda gratitud todo lo que le debemos! Ustedes tienen un papel fundamental dentro de la familia. Ser madre es una vocación única y especial que, para muchas de ustedes, es su principal vocación y misión. 

Qué hermosa es la figura de la mujer que no tiene miedo a dedicar los mejores tiempos para sus hijos, a invertir parte importante de su vida en su familia, fortaleciendo y sosteniendo a su esposo; ésa es la mujer de la que habla la Escritura cuando dice: «Una mujer completa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no será sin provecho» (Prov 31, 10-11). 

En el mismo sentido, el Manual del miembro del Regnum Christi las anima a considerar que «las mujeres del Movimiento, esposas y madres, tienen una misión del todo particular en el cuidado de la familia. Con su presencia cercana y afectuosa, y su actuación decidida y prudente, ellas son las primeras formadoras, educadoras y colaboradoras de sus hijos, ayudándoles a construir un porvenir cimentado en la fe y el amor. 

Asimismo, tienen la alta responsabilidad de custodiar y transmitir las tradiciones vivas en el seno familiar; y de difundir en el hogar, en la escuela y en la vida social la fe y la confianza en Dios, el amor a las fuentes de la vida, el aprecio por los valores propios de la familia y la piedad para con el prójimo, especialmente para con los más débiles» (n. 290).

Un aspecto especial de este número se refiere a la educación de los hijos en la fe y el amor de Dios. En un bellísimo texto, Juan Pablo II decía: «Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida» (cf. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, n. 2). En este papel de educadoras dentro de la familia, creo que el primer deber será el de recogerse frecuentemente en oración para discernir el camino de la Voluntad de Dios en la propia vida y en las propias circunstancias. 

En esta misión, una virtud que será necesario cultivar diariamente será la paciencia, entendida como la confianza imperturbable en los tiempos frecuentemente misteriosos y lentos de la Divina Providencia, y a la vez que aprovecha al máximo cada instante para sembrar semillas de eternidad en las almas, tanto de los hijos como del propio esposo. Los hijos aprenderán de sus padres, pero particularmente de su mamá, la vivencia de las virtudes típicamente cristianas como la alegría, la benedicencia, el pudor, la servicialidad, etc. 

De hecho, en muchos casos será la madre quien guíe la vida de oración en la familia y enseñe a los hijos a rezar y a descubrir la presencia de Dios en todas las cosas. Es ella quien enseña el camino del santo abandono en las manos de Dios, para que los proyectos de los hijos sean los proyectos de Dios. La madre es la fuente de paz en el hogar, porque su presencia y sus palabras hacen ver siempre el cielo más allá de las nubes que aparecen en la vida. 

Es la que nos sostiene, como María con los apóstoles en Pentecostés, con su presencia siempre fiel, sin querer nada sino la felicidad de su esposo y de sus hijos, para el bien de toda la sociedad. Es quien nos lleva al camino de la fe, no como una teoría, sino como quien nos hace ver que la vida es un don y un misterio de amor; nos lleva a la esperanza, para que en el hogar, la auténtica alegría cristiana del que busca el querer de Dios, siempre supere las tristezas y los momentos más difíciles; nos lleva a la caridad, al ver en ella un espejo de la bondad del amor de Jesucristo. 

La misión de ser madres es tal vez una de las más difíciles en el mundo actual. Sin embargo, no están solas en esa misión. Cristo está muy cercano en sus vidas como esposas, madres y mujeres que buscan hacer visible en la sociedad ese genio femenino del que hablaba Juan Pablo II. Que Cristo, quien nos vino a traer el amor de Dios, nunca sea ajeno de su vida diaria, de sus decisiones, de sus alegrías, de sus luchas, de sus sufrimientos y de sus sacrificios que tantas veces encuentran como respuesta la indiferencia o la incomprensión de los demás. 

Algunos medios esenciales para ello serán, de nuevo, la oración personal y en familia y la vida de sacramentos. Asimismo, está también el cultivo de su formación en todos los campos, para lo cual pueden aprovechar las oportunidades que les ofrece el Regnum Christi como son la dirección espiritual, los círculos de estudio, los encuentros con Cristo, los retiros mensuales, los cursillos, etc. 

A este respecto, sería muy provechoso que puedan reservar algún tiempo a la semana para seguir la vida de la Iglesia, leyendo y asimilando, dentro de sus posibilidades, las enseñanzas del Santo Padre, en especial sus catequesis de cada miércoles, estudiando continuamente los contenidos de la fe, cultivando las buenas lecturas, cuidando de este modo el alimento espiritual que ofrecen a su alma. 

Les recomiendo de modo especial la lectura de la vida de los santos, sabiendo que todos hemos recibido una vocación a la santidad, y que en cada uno de sus hijos hay un llamado a ser santos. Con prudencia y caridad, es bueno que sigan viendo el modo de invitar a sus esposos e hijos a las actividades que ofrece el Regnum Christi para toda la familia, de manera que ellos también puedan beneficiarse de estos medios para su crecimiento humano y espiritual. Una invitación que les hace ver estos medios no como fines, sino para ayudarnos, como una familia cristiana, a realizar un estilo de vida, el que Cristo nos presenta en el Evangelio vivo en cada uno de sus hogares. Es una bendición de Dios ver cómo son ustedes las principales apóstoles, y que todo lo hacen con el corazón de Cristo.

No puedo no recordar a aquellas mujeres que, por diversas razones, no pueden tener hijos. Es difícil comprender el dolor y la cruz que este sacrificio significa para una mujer y para una pareja de esposos. Vivan este sacrificio muy cercanas a Cristo, que se identifica de modo especial con aquellos que sufren. Sientan su cercanía, para sacar de allí la fuerza y el valor para llevar esta cruz y no ceder frente a las seducciones de una ciencia que pretende suplantar el bien y la verdad: «Los esposos que, tras haber agotado los recursos legítimos de la medicina, sufren por la esterilidad, deben asociarse a la Cruz del Señor, fuente de toda fecundidad espiritual. Pueden manifestar su generosidad adoptando niños abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo» (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2379). 

Por otra parte, muchas de ustedes desempeñan también una misión importante dentro de la sociedad en el mundo profesional. En esta tarea las animo a ser mujeres de convicciones profundas, reales y prácticas, que formen parte de su fe y de su vida diaria para que puedan transmitirlas y enseñarlas a otros. Una mujer de principios es una mujer que ama, que deja penetrar su propia vida con el espíritu y las virtudes del Evangelio. «Las mujeres santas son una encarnación del ideal femenino, pero son también un modelo para todos los cristianos, un modelo de la “sequela Christi” –seguimiento de Cristo–, un ejemplo de cómo la Esposa ha de responder con amor al amor del Esposo» (cf. Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, n. 27). 

Estas convicciones las llevarán a determinar bien cuáles son los parámetros del éxito en la vida, sea la vida matrimonial, profesional y, según esta determinación, cuáles son los valores que se mantienen en toda circunstancia, incluso en las más difíciles. De este modo podrán ser también testimonio en la sociedad, tan frecuentemente esclavizada por la frivolidad. El criterio de autenticidad estará inseparablemente unido al cumplimiento de la Voluntad de Dios en todos los aspectos de nuestras vidas, a la coherencia entre lo que se es y lo que se profesa, y a la realización de la misión evangelizadora en el seno de la sociedad. Les confieso, que como sacerdotes, somos los primeros en aprender todas estas actitudes de ustedes, que tanto nos llenan la vida con su ejemplo, sus palabras, y con la fuerza de sus oraciones. 

El Evangelio de hoy nos habla de la Vid y los Sarmientos. Cristo nos hace ver la necesidad de vivir constantemente unidos a Él: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Sólo en Jesús encontramos el sentido de nuestra misión, ya que sólo Él conoce nuestra verdadera dignidad y el valor que ésta tiene a los ojos de Dios. 

«La actitud de Jesús en relación con las mujeres que se encuentran con él a lo largo del camino de su servicio mesiánico, es el reflejo del designio eterno de Dios que, al crear a cada una de ellas, la elige y la ama en Cristo (cf. Ef 1, 1-5 ). Por esto, cada mujer es la “única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma”, cada una hereda también desde el “principio” la dignidad de persona precisamente como mujer. Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda, la renueva y hace de ella un contenido del Evangelio y de la redención, para lo cual fue enviado al mundo» (cf. Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, n. 13).

De aquí nace la importancia de tomar conciencia de la propia dignidad como hijas de Dios, como imagen y semejanza del Creador. En un mundo tan materialista, consumista y acelerado, es difícil tomar esta conciencia y quizá por eso muchas mujeres viven infelices, buscando realizarse fuera del plan de Dios para cada una. De la conciencia de la propia dignidad, debe nacer un estilo propio de comportamiento que dignifique a cada mujer. Aquí está el fundamento de los valores típicamente femeninos como la sencillez, la elegancia, que no es vanidad, sino una forma de presentarse digna para reflejar mejor la belleza de Dios, la finura, la capacidad de donación, el pudor, la admiración por la maravilla de cada vida humana que ustedes están llamadas a transmitir. Vivimos un tiempo de decisión, de atreverse, de no tener miedo a seguir rescatando los valores más genuinos de la mujer.

En esto, la Virgen María es un punto de referencia incuestionable; ténganla siempre como modelo de mujer y de madre. Así como el Santo Padre decía a las mujeres angoleñas, yo también quisiera animarlas a tener a María «como vuestra abogada ante el Señor. Así la conocemos desde aquellas bodas de Caná: como la mujer bondadosa, llena de solicitud maternal y de valor, la mujer que se da cuenta de las necesidades ajenas y, queriendo poner remedio, las lleva ante el Señor. Junto a Ella, todos, hombres y mujeres, podemos recobrar esa serenidad e íntima confianza que nos hace sentirnos bienaventurados en Dios e incansables en la lucha por la vida» (cf. Benedicto XVI, Discurso del 22 de marzo de 2009). 

Antes de terminar, quisiera agradecerles sus oraciones, ramilletes, apoyo, cercanía y entrega en estos momentos que Dios permite en nuestras vidas. Todo nos lleva a amar más y a acoger en nuestro interior la vocación a ser santos. El abandono en las manos de nuestro Señor nos abre a la confianza sin límites, y así, a tener la paz en nuestros corazones. Cuando surgen temores, dificultades y preocupaciones, sabemos que la confianza y la fe se perfeccionan entre estos temores, y así, con la Santísima Virgen, Reina de la paz, todo nos va llevando a vivir en la seguridad de la fe. Sinceramente no tengo palabras suficientes para agradecerles, y para expresarles toda la cercanía y la unión de vidas en la oración, sobre todo, ante el Sagrario.

Con un profundo sentimiento de estima y asegurándoles un constante recuerdo en mis oraciones, quedo de ustedes afmo. en Cristo,

P. Álvaro Corcuera, L.C.