Cristo asciende a los cielos, regresa con su Padre. ¿Quedamos solos, sin el Maestro? ¿Perdemos la esperanza, la paz, la vida? ¿Empezamos a vivir como huérfanos, sin norte, sin luz, sin alegría? Cristo parte. Pero sin dejarnos, porque nos prometió su Espíritu, porque sigue en su Iglesia, porque lo tocamos, lo comemos, lo abrazamos en la Eucaristía. Mantiene cada día su Palabra: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La solemnidad de la Ascensión quizá nos deja como a los discípulos: con los ojos abiertos, con la mirada hacia el cielo, con una cierta pena porque el Maestro “vuela lejos”. Pero también, como ellos, deberíamos sentir una llamada a la esperanza: el Señor ha prometido prepararnos un lugar en la casa del Padre. Un día volverá, glorioso, para atraer a sus hijos, para invitarnos al cielo. Jesús no es sólo un recuerdo de algo que queda lejos. No podemos pensarlo como si fuese alguien del pasado, un personaje magnífico que curó enfermos, que resucitó muertos, que alegró a los pobres, que perdonó a los pecadores. Jesús es alguien vivo, tan vivo que su presencia en el cielo no le impide estar muy cerca de nosotros. Porque subió con nosotros y para nosotros: el Hijo del hombre, Dios verdadero y Hombre verdadero, inaugura la presencia humana en el seno del Padre. Allí estamos presentes, en cierto modo, desde la fe y la esperanza, todos los hijos de Adán y hermanos en Cristo. Necesitamos acoger, divulgar, testimoniar a ese Jesús, que vive ahora con el Padre sin dejar de estar entre nosotros. Testimoniarlo como los primeros apóstoles, las primeras comunidades cristianas, tantos y tantos hermanos nuestros a lo largo de siglos: no se cansaban de dar a conocer el único nombre que nos salva: Jesucristo. El amor ha sido revelado en ese Jesús que nació, vivió, murió, resucitó y ascendió a los cielos. El amor nos lleva a ser misioneros: el amor “exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él” (Benedicto XVI, “Sacramentum caritatis” n. 84). Si nos ponemos en camino, si vamos por todo el mundo para ofrecer las razones de nuestra esperanza, muchos hermanos nuestros llegarán a conocer esa paz y esa alegría que cada cristiano lleva en su sonrisa, porque ha acogido a Cristo, porque sabe que no estamos huérfanos, sino bien acompañados. Jesús, el Maestro, el Hijo del Hombre, el Señor, asciende a los cielos, está sentado a la derecha del Padre. Ahora intercede por nosotros y nos espera. Un día romperá toda frontera y nos hablará con cariño eterno: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis...” (Mt 25,34-35).