Hace tiempo, disfrutando de una presentación de teatro, encarnada magistralmente por cuatro actores, pensé sobre lo que podría suceder si yo -sin previo aviso- saliera de la sala del teatro para poder entrar de nuevo, pero ahora por atrás del escenario, para meterme en él como un personaje más, representando, en mi caso, a un sacerdote anciano y ahí arriba me dedicara a improvisar. Una posibilidad es que el director de la obra saltara también detrás de mí a la tarima, para detener con violencia mi osadía y, a gritos, mandara llamar a la autoridad para demandarme por echar a perder su trabajo.
También cabe la posibilidad de que los mismos actores arremetieran contra mí para golpearme, insultarme o simplemente para ponerse a llorar de coraje e indignación. Pero lo que realmente me emocionó, fue pensar en la posibilidad de que el director se mantuviera al margen y que los actores fueran capaces de aceptar aquello como un reto profesional, admitiendo al intruso y tratando de seguir la trama, contando a partir de ese momento, con la presencia de un supuesto representante de Dios.
Desconozco si ya exista una novela o película con este tema, pero de no ser así, a pesar de ser una idea mía, diría que es estupenda. Ya sólo me falta convencer a un guionista y a un renombrado director de cine para hacerme famoso y rico... ¡Qué maravilla!
Ahora bien, existe un factor, en todo este supuesto, que hace referencia a mi voz. Me explico: A diferencia de aquellos cuatro actores, que hacían gala de voces potentes y bien templadas, la mía es débil; por lo que estoy seguro que los artistas podrían oírme sobre el escenario, pero seguramente muchos de los espectadores en la sala, no alcanzarían a hacerlo, lo cual complicaría mucho todo; pues de esta forma mis diálogos e, incluso, mi presencia, sería más desconcertante aun. Como actor, pues: malo; y como personaje: desconcertante e innecesario. Aquí es donde mis sueños boricuas de grandeza podrían esfumarse. Adiós fama y fortuna.
Demos un salto del ambiente artístico a la vida real y reflexionemos un poco sobre el hecho de que todos solemos escribir el guión de nuestras propias vidas. Este argumento lo iniciamos ya desde la infancia; y es en la juventud donde redactamos las líneas más fuertes de esa historia. Sin embargo, conforme pasan los años, van apareciendo personajes en nuestro escenario que nosotros no habíamos contemplado, y por si fuera poco, representando papeles desagradables que parecieran no tener ninguna relación con la novela original. Por eso no es raro que también nosotros queramos saltar al centro de nuestra novela para expulsar a los intrusos y enviarlos a un lugar del que nunca pudieran salir. Pero bien sabemos que, en la mayoría de los casos, esto no es posible.
Siguiendo la trayectoria de todo esto, vale la pena pensar en cómo Dios suele subirse al escenario de nuestras vidas y no pocas veces lo hace, como en mi caso, hablando en voz baja, de forma que sólo los personajes interesados pueden oírlo e, incluso, a veces, solamente uno de ellos. Por tal motivo, no es raro que mucha gente que está a nuestro alrededor se extrañe al no entender el motivo de su presencia y nos inviten a desterrarlo de nuestras vidas. Según la forma de pensar de muchos: ese protagonista estorba...; viene a echarlo todo a perder. Pues pretende cambiar ese perfecto y maravilloso argumento nuestro.
Es aquí donde sólo los buenos actores son capaces de continuar su trabajo sin desaparecer de la escena, ni empeñarse en llegar al final previsto por nosotros mismos. Es aquí, en definitiva, donde habremos de hacernos violencia para secundar el argumento divino y permitirle que las cosas sucedan como Él quiera.
Cada persona tiene su propia y muy personal historia, cada ser humano ha de representarla, de la mejor manera posible, su papel de hijo, de padre, de madre, de suegro, de estudiante, de trabajador, de joven o de anciano, de doctor... o de enfermo; con la mayor dignidad posible, como sólo los grandes actores saben hacerlo... y sin perder de vista que, querámoslo o no, Dios es el director que nos subió al gran teatro de la vida.
¿Animarías a tu hijo si te dice que quiere ser sacerdote? La palabra y el
ejemplo de los padres y de una comunidad cristiana son decisivos.