El Sudoku de la vida
El Sudoku ha tenido un éxito sorprendente. Parece fácil tener que rellenar 9 grupos de 9 casillas cada uno con los números del 1 al 9, sin que se repita ningún número ni en las filas ni en las columnas. Pero luego, a la hora de solucionar los distintos problemas, se descubren dificultades no esperadas, y más de una vez hay que tachar una solución para volver a empezar casi desde el cero.
La vida se parece, en parte, al Sudoku. Nacemos con algunas casillas ya rellenadas: unos padres, unos hermanos, una ciudad, un año, un idioma, una cultura. Conforme nos hacemos mayores, disfrutamos de un mayor el ámbito de libertad, y nos toca escoger qué ponemos en cada casilla.
Las reglas de la vida, sin embargo, son mucho más férreas que la del Sudoku. Si en el juego podemos borrar un número equivocado, en la vida no es posible modificar el pasado: lo que decidí hoy queda fijo, marca, a veces de modo dramático, buena parte de lo que será el futuro.
Por eso hay momentos en los que sentimos angustia a la hora de poner una “opción” en la siguiente “casilla”. ¿Escoger estos estudios u otros? ¿Ir a esta fiesta o quedarme a estudiar? ¿Seguir con esta amistad o dejarla por un tiempo para sentirme más libre y menos presionado? ¿Aceptar este trabajo que me implica un traslado de ciudad o seguir con lo que por ahora parece seguro aunque tenga un sueldo más bajo?
Las casillas se van llenando. No son 81, sino miles. No son un juego: configuran mi personalidad, influyen en otras vidas, quizá incluso deciden parte de la historia del planeta.
Hoy tomo nuevas decisiones. Miro el “tablero” con inquietud. ¿Qué escojo ahora? ¿Cómo reparar los errores del ayer? El tesoro de la libertad sigue en pie, a pesar de mis fallos. Puedo iniciar un nuevo camino, puedo cambiar de táctica (aunque lo pasado quede fijo, inmodificable). Pero, sobre todo, puedo rezarle a Dios, pedirle luz y consejo. Pedirle, sobre todo, que me enseñe a aceptar Su Voluntad y a acoger su perdón, para vivir los días o los meses que me quedan en esta tierra según la ley del “juego” más importante: amar como Dios nos ama.