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El sí a Dios

Dar un sí sin condiciones no es algo fácil ni frecuente. Dar un sí sin condiciones a Dios nos puede llenar de miedo o de sorpresas. Quizá alguno piense que Dios sea un poco despótico, y por eso muchos prefieren conservar su libertad a cualquier precio, tener entre sus manos el polvo de su historia antes que abandonarse para que Dios los conduzca hacia lo desconocido.

Pero es más fácil dar un sí incondicional a Dios si descubrimos que nos ama. La vida cristiana tiene dos momentos fundamentales. El segundo sin el primero está cojo de partida. ¿Cuál es el primer momento? Consiste en hacer una experiencia profunda, cordial, del Amor de Dios. Amor que inició con ese momento misterioso, inmenso, de nuestra concepción. Amor que continuó durante los meses de embarazo. Amor que nos ha mantenido hasta el día de hoy, a pesar de tantas enfermedades, accidentes, peligros, quizá hambres o abandonos. Seguimos en pie simplemente porque nos quiere, porque le importamos, porque somos para El hijos, aunque a veces un poco rebeldes o caprichosos.

Ese Amor de Dios creció de un modo misterioso y grande el día de nuestro bautismo. Tal vez sepamos por el catecismo que el bautismo es la puerta del cielo, que nos hace hijos de Dios, que nos permite ser parte de la Iglesia. Pero quizá no nos damos cuenta de lo que significa entrar en la familia del Dios que creó las montañas y el sol, el viento y las hormigas, las nubes y los maizales, la frescura del amor y la grandeza de la fidelidad. De ese Dios que conoce cada rincón de nuestros pulmones, cada válvula de nuestro corazón, cada cabello de nuestra cabeza, cada pensamiento de nuestra imaginación alocada. De ese Dios que escogió a Israel y que quiso llevar su amor a todos los hombres, los del sur y los del norte, los ricos y los pobres, los grandes y los pequeños, los generosos y los mezquinos...

Hay que imbuirse en el amor de Dios. Hay que mirarse al espejo para descubrir, más allá de nuestros ojos, la sonrisa de un Dios que nos ama locamente. Sólo desde esta experiencia se comprende la vida de un Francisco de Asís, un Ignacio de Loyola, un Juan Diego, una Madre Teresa de Calcuta o un Juan Pablo II.

Una vez que comprendemos lo mucho que Dios nos ama, entonces sí resulta fácil llegar al segundo momento de nuestra experiencia cristiana: dar un sí a Dios, entregar nuestros corazones a ese Cristo que nos quiere con locura. La vida cristiana empieza a ser verdaderamente cristiana cuando se imita el amor del Dios que nos perdona, que nos ama, que nos salva. Dios se nos da en Cristo, y en Cristo nos pide, simplemente, que amemos. No hay otra manera de ser católicos. No es posible ninguna entrega sin la experiencia del amor de Dios.

Por eso puede ser fácil dar un sí total a Dios. Lo saben los esposos que se aman cristianamente. Su sí es parte de su fe, su amor crece y se alimenta a partir del amor que Dios les da. Lo saben los diáconos, los sacerdotes y los obispos, que reciben con alegría la llamada de Dios para darse completamente a los demás. Lo saben los consagrados, hombres y mujeres de tantas órdenes y congregaciones religiosas, que siguen una vocación de amor en el corazón mismo de la Iglesia.

Una comunidad cristiana vive en plenitud su fe cuando en ella nacen entregas sin condiciones. Es hermoso ver cómo en una parroquia, de un pueblo o de una ciudad, surgen vocaciones, chicos y chicas que deciden dar sus vidas a Dios. Son personas normales, que saben lo que dejan, que quizá lloran por la incomprensión en la familia o entre los amigos, pero que miran con seguridad hacia adelante: si Dios llama, la única respuesta válida y alegre que podemos dar es la del sí por amor.

El tercer milenio sigue su camino. Mientras algunos se esfuerzan por construir un mundo sin Dios, los cristianos miramos a Cristo, y descubrimos en su Cruz y en su Resurrección el amor de Dios Padre. Nuestras vidas quieren ser una sinfonía de generosidad, de donación, sin límites. Querer guardar la vida es como querer atrapar vientos. Sólo vive en plenitud el que se da a Dios, como esposo o esposa, como sacerdote, como consagrado. Lo demás termina. En el cielo, en el mundo de lo eterno, el amor permanece, como una estrella que recoge su luz de la fuente inagotable del Dios que nos ama para siempre.