Nuestra época se avergüenza de la vejez. Este sentimiento está tan radicado que, incluso lo que se relaciona de lejos con ella, desagrada.
Así, en la medida de lo posible, se evita hasta parecer tener edad madura. Todo el mundo quiere parecer joven. Y no son raros los que buscan parecer jovencitos
En estas afirmaciones no hay ninguna exageración. Basta que cada uno mire en torno de sí, y quizá hacia sí mismo.
Todo el maquillaje femenino representa un esfuerzo no sólo en el sentido de disminuir la edad, sino de aparentar - tanto cuanto el implacable rigor de la naturaleza lo permita - una juventud casi próxima de la adolescencia.
Los colores y las formas de los trajes, las actitudes, los gestos, el lenguaje, los temas de conversación, la risa, todo en definitiva es explotado en el sentido de acentuar esa impresión.
Los hombres no usan maquillaje, sino a veces en los bigotes y en las sienes. Pero cada vez más los trajes típicos de la edad madura van siendo por ellos abandonados: las líneas severas, los colores discretos, el estilo sobrio va cediendo lugar a los modos deportivos, a los colores claros, a las líneas juveniles. Esto se nota sobre todo en la playas de baño, donde no es raro ver a graves profesores, políticos de renombre, banqueros maduros, vestidos precisamente como los nietos: pies semi- descalzos, cabello al viento, blusa de color amarillo canario, pantalón azul celeste que no llega ni de lejos a la rodilla, mostrando los pelos de los brazos y de las piernas, risa burlona en la boca vieja, una luz falsa mantenida a la fuerza en los ojos cansados, y en todo un tremendo esfuerzo para ocultar una edad que pertinazmente se muestra, se afirma, se proclama a sí misma por todos los poros.
¿Y por qué todo esto? Antes de nada porque el hombre pagano de nuestros días vive para el placer, y la edad del placer es por excelencia la juventud; por lo menos para los que no comprenden que la juventud, como escribió un cierto autor, no fue hecha para el placer sino para el heroísmo.
Pero hay otra razón. Es que la vejez, si puede representar la plenitud del alma, es ciertamente una decadencia del cuerpo. Y como el hombre contemporáneo es materialista y tiene los ojos cerrados para todo lo que es del espíritu, claro está que la vejez ha de causarle horror.
Pero la realidad es que si un hombre supo durante toda su vida crecer no sólo en experiencia, sino en penetración de espíritu, en sentido común, en fuerza de alma, en sabiduría, su mente adquirirá en la vejez un esplendor y una nobleza que se translucirá en su rostro y será la verdadera belleza de sus últimos años. Su cuerpo podrá sugerir el recuerdo de la muerte que se aproxima. Pero en compensación su alma tendrá brillos de inmortalidad.
Ejemplo memorable de lo que afirmamos es Sir Winston Churchill, a cuya inteligencia rutilante de lucidez, a cuya voluntad de hierro un gran pueblo confió la más difícil de las tareas que es reerguir un Imperio decadente
Nuestra primera fotografía lo presenta a los 34 años. Es indiscutiblemente un joven bien presentado, inteligente, de futuro. Pero ni su mirada tiene la profundidad, ni el porte, ni la seguridad; ni la fisonomía la fuerza hercúlea de la fotografía de Churchill en su vejez, que presentamos en segundo lugar.
La juventud sin duda se fue, y con ella la lozanía. Pero el alma creció mientras el tiempo marcaba implacablemente el cuerpo. Y este alma es por sí sola la columna sobre la cual reposa todo un Imperio.
Esta es - incluso en el orden meramente natural - la gloria y la belleza de envejecer.
¡Cuantos y cuanto más decisivos serían esos comentarios si quisiésemos considerar los aspectos sobrenaturales del asunto!