El uso del preservativo, para controlar la extensión del sida, a priori y como solución recomendable en todos los casos, me parece desproporcionado y contraproducente. El querer imponer, a la fuerza, el recurso contraceptivo, para contrarrestar las consecuencias de un ‘uso’ irresponsable de la sexualidad, me parece arbitrario y relativista
La respuesta del Papa Benedicto a las preguntas de los periodistas, acerca del uso del preservativo, con motivo de su reciente viaje a África, ha suscitado no pocas controversias, malos entendidos e interpretaciones arbitrarias. El reclamo oficial, en fin, del Parlamento de Bélgica, ha rebasado todo límite. Y se me hace más que oportuno el comunicado de
la Secretaria de Estado del Vaticano, con el cual se rechaza la decisión del Parlamento de Bélgica, que trata de coartar, quien sabe por cuales ocultas razones, la libertad del Papa y de
la Iglesia de expresarse sobre temas morales, incluso sobre el uso del preservativo. Considero, totalmente fuera de lugar y de mal sabor, la resolución con que el Parlamento de ese país censura la intervención de su Santidad.
La libertad de crítica es sí un derecho, siempre y cuando, se lleve a cabo con inteligencia y competencia, características que, por cierto, no brillan en la intervención belga y de muchos otros críticos más.
El haber querido dar respuesta moral al problema del sida, que es de naturaleza moral, parece haber incomodado a políticos, a supuestos hombres de cultura y a varias industrias transnacionales. Por cierto, la frustración y la inconformidad, de todos estos, se debe a la pretensión de que el Papa diera una respuesta práctica, utilitarista y técnicamente eficaz a un problema, cuya naturaleza, no es técnica, sino moral. Me parece indebido e irracional pretender que, con medios técnicos, se solucionen problemas morales.
Tiene razón, por tanto, el Papa Benedicto cuando expresa su desconcierto acerca del preservativo como único remedio de la pandemia del sida. Además, decir ‘no’ al preservativo no es una receta única y general, sino que se inscribe en una concepción de ‘altura’ de la persona y de su vida sexual. Dentro de esta visión, desde luego, el uso del preservativo queda irrelevante e innecesario; fuera de esta visión, desde luego, resultaría necesario y, con mayor razón, si hay riesgo de contagio.
El uso del preservativo, para controlar la extensión del sida, a priori y como solución recomendable en todos los casos, me parece desproporcionado y contraproducente. En este caso, por cierto, el remedio resultaría peor de la enfermedad, que se quiere combatir. Además, hay de por medio el reto de vivir moral y humanamente la sexualidad pero, esto, parece no ser tomado en consideración. La vulgarización de la sexualidad, dominante en el mundo; su vivencia, sin vínculos de responsabilidad con la pareja y su uso descaradamente hedonista, reflejan auténticas derrotas éticas. No ciertamente, sucesos y crecimientos humanos.
En última instancia, lo que favorece, propiamente, la mayor difusión del sida y de las demás enfermedades sexuales, son las conductas humanas de riesgo, cuya naturaleza no es técnica, sino ética.
En guerras, no es la fuerza de las armas que impone soluciones justas a los conflictos, sino el uso de la razón. Analógicamente, en el caso del sida, no será el arma del condón a impedir su difusión, sino la ‘formación moral’ necesaria para la vivencia responsable, racional y auténticamente placentera, de la sexualidad misma. Reitero: para problemas morales, soluciones morales; para problemas técnicos, soluciones técnicas.
El querer imponer, a la fuerza, el recurso contraceptivo, para contrarrestar las consecuencias de un ‘uso’ irresponsable de la sexualidad, me parece arbitrario y relativista. Justamente, hay quienes definen la intervención del parlamento de Bélgica y de los demás coros desafinados, que han surgido aquí y allá por el mundo, como ‘tiranía del relativismo’. Además, dudo que se haya leído, en su totalidad y en su contexto, la declaración pontificia cuestionada.
El morbo, que envuelve tradicionalmente los temas sexuales, y la superficialidad con la que, en el mundo de hoy, se abordan temas, cuya naturaleza pediría más profundización y respeto, hacen difícil, si no imposible, el diálogo y el debate entre los varios interlocutores. Por cierto, esto es lo que ha sucedido en relación a la postura pontificia y de
la Iglesia Católica, acerca de los contraceptivos y el sida.
Para el relativismo moral todo es permitido y no hay distinción, entre el bien y el mal moral, sino en la opinión y libertad de cada sujeto. Los principios y valores morales, universal y objetivamente presentes en la percepción natural de todo ser humano a nivel de conciencia personal, parecen haber desaparecidos o, por lo menos, no tomados en cuenta, en la mentalidad posmoderna contemporánea.
La pérdida de humanidad, que todo esto supone e incrementa, se repercute negativamente, luego, en todos los procesos educativos y en las políticas de los estados actuales. En lugar de reclamarle al Papa, por haber denunciado con claridad y respeto, los caminos torcidos, por los cuales anda la mayoría de los actores políticos y de las centrales de opinión de moda, hoy, deberíamos serle agradecidos.
Lo bueno, de todo esto, es que
la Iglesia no se retrae, frente a la irracionalidad dominante. De hecho, persevera con firmeza en denunciar los errores de los hombres y anunciar las verdades morales, que tanta falta nos hacen. Abaratarlas, para satisfacer la demanda del momento y seguirles los gustos de la gente, no le conviene a nadie. Menos a
la Iglesia, llamada a ser fiel a su misión irrenunciable de servir la verdad y promover la justicia en el mundo aun a costa de su impopularidad.
La profunda ceguera moral y filosófica, que se ha extendido progresivamente en el mundo entero y que no permite objetividad en la interpretación de muchos fenómenos, es parte del problema moral de la extensión del sida. No porque el ciego no ve deja de existir la luz. En efecto, la distribución de los preservativos induce a engaño, porque oculta la información y no colabora a la prevención de los males sino, más bien, favorece su mayor difusión, propiciando esas ‘conductas de riesgo’ y ‘estilos de vida’ que, de hecho, son los mayores responsables de la epidemia del sida. Las conductas de riesgo y los estilos de vida no se corrigen con preservativos; no se rectifican con ‘técnicas’, sino con formación moral y cambios éticos de conducta.
“Para problemas morales soluciones morales; para problemas técnicos soluciones técnicas”.