Benedicto XVI ante el pleno de la asamblea de la ONU. Delegados de 192 naciones lo aplauden de pie por más de un minuto, al terminar el discurso en el que el jefe de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana recuerda los orígenes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Entre otros temas dice:
“Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos. Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos”.
En otras palabras: Las ostras, en cuanto ostras, son ostras, han sido ostras y serán ostras; es decir, su naturaleza no cambia. Cuando dejen de ser ostras habrá cambiado su naturaleza. El hombre en cuanto hombre es hombre, y sus derechos y sus deberes dependen fundamentalmente de su naturaleza. Así pues, mientras sigamos siendo lo que somos nuestros derechos y obligaciones seguirán siendo los mismos.
No faltan quienes, en contra de de esto, argumentan que, a lo largo de la historia de la humanidad, muchos pueblos han practicado la poligamia, los sacrificios humanos, el infanticidio y otras tradiciones que a nosotros nos parecen reprobables, por lo cual deducen que no existe una ley natural objetiva. Este “democrático argumento”, que hace depender el bien y el mal de los usos y costumbres, puede ser refutado si consideramos que, si bien es innegable la existencia de aberraciones en diversas culturas, esto sólo significa que algunas culturas han sabido interpretar mejor que otras la naturaleza humana, y por lo tanto sus derechos y deberes.
Hay también quienes quieren imponer como natural que los hombres y mujeres alteren su sexualidad; que los niños pierdan su inocencia lo antes posible; que los padres no tengan autoridad sobre sus hijos; que los hijos cambien de padres con cada divorcio y nuevas uniones; que a toda unión se le equipare con el matrimonio; que la sexualidad se rija solamente por la ley del instinto; que no se respete la vida en el seno materno. Con esta desorientación de la dignidad del ser humano vamos a conseguir un proceso evolucionista inverso, de tal forma que los futuros simios sean descendientes de los hombres actuales.