Inés no deja de mirar el cielo. Es la primera vez que se siente saludada por una multitud incontable de estrellas. Sus ojos van de un lado a otro, pero siempre se detienen en un lugar concreto.
Su padre también está extasiado, al ver tantas estrellas y al ver a su hija tan absorta. Inés, por fin, lanza la pregunta que crece en su corazón: “papá, ¿cómo se llama esa estrella?”
La pregunta deja un poco desconcertado al papá. Sabe el nombre de algunas constelaciones, puede distinguir en el cielo varias estrellas, le habían explicado de niño cómo encontrar la Estrella Polar. Pero el nombre concreto de “una” estrella entre las miles que brillaban esa noche...
“Cariño, ¿cuál estrella?” “Esa, esa que está allí, que parece tan pequeña, que parpadea como si quisiera saludarnos”. El padre mira hacia la zona señalada por Inés. Allí hay decenas y decenas de estrellas. ¿Cuál será la estrella que provoca tanto asombro en su hija.
Saber el nombre de una estrella puede ser fácil para un astrónomo. Con tablas y computadoras, con libros y estudios muy precisos, miles y miles de estrellas han sido ya catalogadas. Con sus nombres, algunos hermosos, otros sumamente fríos y “técnicos”, creemos haber “encapsulado” la belleza, la historia, la sencillez o la grandeza de tantas estrellas que embellecen nuestros cielos y que llenan de admiración a millones de pequeños y de grandes.
Pero los libros de los científicos no son capaces de sintonizar con el arrobamiento de una niña que quiere saber simplemente cómo se llama “esa” estrella que tiene ya dentro de su corazón.
Dios sí lo sabe. Porque hizo el cielo y la tierra. Porque nos dio ojos para ver y oídos para captar las armonías de un universo magnífico. Porque dotó a cada ser humano de un alma espiritual capaz de percibir la grandeza de un mundo lleno de amor, de asombrarse ante la sencillez de una estrella que parpadea con su luz tímida y su nobleza cósmica.
Inés y su padre están en silencio. Después de varias explicaciones de la niña el padre cree haber identificado la estrella misteriosa. Dios los contempla sonriente. Ve en sus hijos no sólo la curiosidad por saber el nombre de una estrella, sino ese asombro extasiado que permite dejarnos acariciar por la Bondad del Padre de los cielos. Un Padre que mima, con cariño inmenso, a las estrellas, a los padres y a las niñas con sus preguntas ingenuas y profundas.