El misterio de lo humano
Pascal afirmaba, de un modo provocatorio, que el hombre es un ser hecho de tal manera que a fuerza de repetirle que es un idiota se lo cree... Lo mismo se podría aplicar a tantas otras “etiquetas” con las cuales podemos reducir y “encasillar” no sólo a un pobre ingenuo que caiga delante de nuestra lengua, sino incluso a nosotros mismos.
Si miramos a los últimos cien años de nuestra historia, veremos que unos se atrevieron a decir que existían hombres “superiores” y hombres “inferiores”, y muchos, por desgracia, les creyeron. Despreciaron a los de otras razas, desencadenaron una guerra suicida, y llevaron a sus países, Alemania y Japón, a la más terrible de las derrotas. Otros, con un espíritu más refinado, no tomaron los micrófonos para gritar a las masas, sino que convencieron a grupos de intelectuales, médicos y psicólogos, y dijeron que el hombre era una estructura compleja basada en dos instintos fundamentales: el de la muerte y el del sexo. Freud encandiló a millones de hombres y mujeres que aceptaron ser, sencillamente, individuos divididos entre el Yo, el inconsciente y el Superyo, y buscaron con afán una “unificación” en la liberación del sexo y de lo oculto que se escondía en ellos.
Ha habido quienes, con El Capital de Marx debajo del brazo, convencieron a ingentes masas humanas de la “gran verdad”: la economía determina todas las formas superiores de pensamiento, arte, religión y política. Buscaron crear un paraíso en la tierra y sembraron el planeta de millones de muertos, unos víctimas de guerras absurdas, otros asesinados para eliminar a los “reaccionarios”, otros simplemente muertos de hambre, porque la economía del “paraíso comunista” no llegaba a funcionar del todo...
Otros exaltaron la libertad del hombre. Libertad, desde luego, que debería ir acompañada del mayor nivel adquisitivo, pues lo mejor que podía hacer el hombre era poseer y disfrutar. Los defensores del liberalismo sembraron el mundo de ilusiones, pero no pudieron eliminar las enormes injusticias con las que el nuevo siglo debe enfrentarse con urgencia, ni saciaron a ese ser inquieto que, contra todas las previsiones, muchas veces cae en la desesperación y el aburrimiento conforme se concede a sí mismo más placeres y libertades, si es que no llega, como en tantos países ricos, a la decisión dramática del suicidio.
Y hoy, ¿cómo nos vemos a nosotros mismos? ¿Qué dicen sobre el hombre los que llevan el peso de la cultura, de la ciencia, de los medios de comunicación social? Es difícil hacer una síntesis, pues son muchas las voces que pretender desvelar nuestro auténtico misterio. Para unos seremos simplemente un cáncer del planeta, como ha afirmado con atrevimiento un profesor de medicina en los Estados Unidos. Desde luego, si somos cáncer alguien tendrá que extirparnos, y esto implica un enorme trabajo para los médicos de todo el mundo... Para otros, somos una chispa de placer, y venderán aquí y allá nuevos y más sofisticados productos (drogas incluidas) para satisfacernos en todo lo que pidamos (siempre y cuando, claro está, nos lo permitan nuestros ahorrillos). Para otros, somos como una computadora que se cree no programada, y en eso radica nuestro error y presunción. Por eso habrá que ayudarnos (léase “programarnos”) bien para que empecemos a ser buenos y los programadores nos puedan usar a su antojo... Para algunos somos un absurdo. Como decía Sartre: nacemos por error, vivimos por inercia, morimos por aburrimiento...
Para la mayoría, somos un misterio, pero un misterio descifrable. Inició porque dos personas se amaron. Continuó porque hubo quienes nos acogieron y nos aceptaron como somos. Ahora camina hacia delante no porque el peso de los años nos empuje a sobrevivir, a ir por la mañana al puesto de trabajo y a volver por la tarde a ver qué imágenes nos presentan en la televisión; sino que camina porque ama a los suyos, a sus padres y a sus hijos, a su esposo o a su esposa, a sus amigos y a sus compañeros de trabajo. Sólo el amor puede dar sentido a tantos momentos de cansancio y de dolor que valen en tanto en cuanto nos lleven a crecer en la donación a los demás.
A los hombres del milenio que termina y del milenio que comienza hay que repetirles hoy, como siempre, que valen lo que aman. Quizá si se lo repetimos (y nos lo repetimos) llegaremos a convencernos de que no somos solamente unos pobres idiotas, sino algo más. Y entonces cada uno brillará con una luz nueva, y acogerá a quienes, como él, han comenzado a vivir desde el amor y para el amor.