Si digo sí -con palabras- pero muevo la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, la gente con quien esté no va a entender qué quiero decir. Si me la paso enseñando a los pequeños que no deben decir mentiras y me escuchan decirlas, se sentirán defraudados o, por lo menos, confundidos. Si hablo del respeto al medio ambiente, pero tiro basura en la calle, en las carreteras y en los bosques, con razón me expongo a ser calificado como hipócrita. Si defiendo la dignidad del ser humano y abogo por el respeto que se merece toda persona, pero trato despóticamente a los pobres, estaré demostrando falta de coherencia y, por lo mismo, no mereceré la confianza de nadie.
Difícilmente encontraremos un editorialista que no haya tratado temas como los derechos humanos; los abusos a los desprotegidos; las agresiones y crímenes en contra de mujeres y menores y, sin embargo, en los últimos tiempos cada vez se arraiga con mayor fuerza y amplitud una mentalidad antinatalista, que en definitiva -querámoslo o no- tiene como fin la agresión al derecho más elemental: el derecho a vivir; aunque digamos lo contrario.
Durante los últimos cien años nos hemos dedicado a inventar y perfeccionar los sistemas de destrucción masiva. Hoy la humanidad cuenta con explosivos de gran poder; con armas capaces de matar a miles de kilómetros; con ametralladoras capaces de disparar en un minuto las balas que una gran fábrica produce en un mes de intenso trabajo; con artefactos atómicos aptos para convertir nuestro planeta en asteroides; con gases y “armas biológicas” cuyo uso demostraría que de bio y de lógicas no tienen absolutamente nada, sino todo lo contrario.
Por otra parte, la capacidad sexual, al servicio de la vida, gracias a la cual existimos, y que por principio, habría de ser una dádiva del amor entre los esposos, de forma tal que, en un orden normal y sano, pueda dar origen a familias empapadas de cariño, se ha reducido en gran medida a proporcionar niveles de placer esterilizado donde el egoísmo es el rector de la conducta de muchos.
¿No les parece que el autor del párrafo anterior no tiene idea de lo que cuesta mantener una familia, de lo que suponen los gastos de renta, colegiaturas, alimentación, transporte y servicios domésticos y muchos más? Pues así es, ya que como muchos saben, soy sacerdote. Pero lo que sí sé es que cada día en mi labor de atención a las almas me encuentro más egoísmo y comodidad disfrazados de responsabilidad. También suelo encontrar niños a los que les sobran juguetes, ropa y diversiones y lo que necesitan son hermanos para poder entrenarse a vivir sirviendo a los demás. Me topo a diario con personas a las que sus hijos, ya casados, no desean visitar pues les estorban o simplemente les molesta escuchar sus eternas quejas, y con todo esto no estoy tratando de convencer de que todos los matrimonios han de tener 15 hijos, pero sí de pensar en la posibilidad de abrirse de nuevo a la vida.
Hoy por hoy, nuestros encelularizados jóvenes se creen merecedores de ser reconocidos como “responsables” cada vez que usan preservativos para protegerse de contraer enfermedades de trasmisión sexual al salir a divertirse con sus amigos, al igual que aquellas jóvenes quienes acostumbran “demostrar su amor” en sus relaciones de noviazgo usando anticonceptivos, plenamente convencidas de que hacen bien al seguir lo que enseña la publicidad creada por muchos adultos en un religioso respeto a las normas marcadas por el Fondo Monetario Internacional y las diversas instituciones con membresía de liberación sexual.
Uno de los grandes errores de nuestro “modus vivendi” consiste en valuar la vida de los hijos en pesos y centavos. Afirmar que la familia pequeña vive mejor nos lleva obligadamente a pensar que la familia ideal es la formada por un matrimonio sin hijos o, si acaso, con uno solo, pues es más pequeña una familia de tres que de cuatro, y si la pequeñez de la familia está motivada por la pequeñez del amor... (aquí les pediría a los lectores que me ayuden a terminar la frase, pues a mí no se me ocurre nada... y, si se me ocurriera, podría lastimar los sentimientos de alguien).
¿No será que estamos tratando de convencernos a nosotros mismos de que nuestro egoísmo es virtud? La vida es un regalo de Dios, no una desgracia. Las desgracias las provocamos nosotros cuando olvidamos amar.