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El miedo a equivocarnos

 

San Agustín decía que hay dos formas de equivocarse en la vida: una consiste en escoger el camino que no nos lleva a nuestro destino. La otra consiste en no escoger nada porque tenemos miedo a equivocarnos...

Con frecuencia el miedo a los errores nos paraliza, nos impide caminar hacia adelante. Al comprar un televisor, al probarnos unos zapatos, al ir a tomar unas cervezas, nos inquieta la idea de que las cosas salgan mal. Pero nos damos cuenta de que es igualmente equivocado el quedarse encerrados siempre en casa para evitar posibles errores que quizá no sean sino fantasmas de nuestras penas.

Por eso ante el miedo a ser engañados, o robados, o encandilados por una nevera que parece fabulosa y que no sirve ni para almacén de libros, conviene actuar según dos viejas reglas de la vida. La primera: reflexionar bien antes de hacer esto o lo otro. De modo especial, cuando llega el momento de tomar opciones que deciden toda la vida (la carrera, la esposa o el esposo, la escuela para los hijos), hay que pensar con calma los pros y los contras y no decidir según la primera corazonada. Nunca las lágrimas serán capaces de borrar un camino comenzado entre rosas y terminado en medio de espinas profundas que permanecen clavadas a veces durante meses o años interminables.

La segunda, no quedarme sólo en pensar. No puedo ser como “la niña de la estación” que no se casa con nadie porque siempre sueña un marido perfecto; o como el burro de la leyenda que no se decide a comer nunca cuando se le pone en medio de dos montones de paja. Hay que optar. Algunas opciones deben ser tomadas deprisa, a la carrera, como cuando el niño empieza a ponerse rojo de asfixia y hay que darle unas palmadas fuertes en la espalda para que un hueso de durazno salga de la laringe... Desde luego, en la emergencia también podemos equivocarnos, pero el error más grande es quedarse con los brazos cruzados sin ofrecer ningún remedio a quien nos pide ayuda.

Está claro que la realidad esconde mil sorpresas que nos dejan a veces con un sabor amargo ante el fracaso más desesperante o con una alegría extraña ante un éxito imprevisible. No todo está bajo nuestro control. Pero esto no debería inquietarnos. La incertidumbre no debe ser un paralizante, sino un estimulante. Podemos hacer mucho, no todo bueno, pero sí con el mejor corazón y con las mejores intenciones. En ocasiones dar un paso atrás será una nueva decisión dolorosa pero justa. En otras, no hay paso atrás: una nueva situación, un accidente de carretera o el inicio de un cáncer imprevisto nos piden un nuevo paso adelante, una nueva decisión, tal vez heroica, para que el dolor no ahogue nuestro anhelo de vivir y de amar.

A caminar se aprende caminando. A vivir se aprende viviendo. A sufrir se aprende con el valor de quien acepta y avanza a pesar de todo.

Decidir es fácil si tenemos a alguien a nuestro lado. Dios, lo sabemos, no nos deja solos en el camino. Su amor da sentido a nuestras penas. Su perdón puede aliviar la máxima equivocación de cada vida: el pecado. Levantarse es la decisión sabia y alegre de quien quiere amar, de quien arriesga todo por su Dios amigo. De quien sabe que un Padre ama mucho al hijo descarriado que se equivocó al tomar sus opciones y que sabe pedir perdón y ayuda. Un Padre que también quiere ayudar al que no hace nada malo porque tampoco ha sabido hacer nada bueno, paralizado, tontamente, por el miedo a equivocarse, pero que puede, si lo quiere, ponerse a caminar y optar para vivir con amor los riesgos de cada día.