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El martirio de Pierina Morosini

El 27 de abril de 1947 era beatificada, en la basílica de San Pedro, María Goretti. Entre los muchos peregrinos que asistieron a la ceremonia se encontraba una chica de 16 años, Pierina Morosini. Como tantos otros jóvenes, sentía una emoción especial: María Goretti había muerto por conservar su pureza, por ser fiel a Cristo. Quizá se preguntó: ¿y si me tocase a mí? Pierina no podía sospechar que un día ella iba a pasar por una prueba parecida...  

Pierina Morosini nace el 7 de enero de 1931. Su familia, muy pobre, vive en un caserío cerca del Monte Misma, en la provincia de Bérgamo (zona norte de Italia). Es la primogénita de lo que pronto será una familia numerosa: a los Morosini les nacerán 8 entre hijos e hijas.  

Su padre trabaja como guardián de noche en una fábrica de la zona, y también dedica algo de tiempo a faenas agrícolas. Su madre, Sara Neris, será la catequista de la familia, la maestra de la fe de los hijos que Dios les ha concedido.  

Pierina se convierte muy pronto en el brazo derecho de la madre. Ayuda en las tareas de la casa, cuida a los hermanos pequeños, va al pueblo que se encuentra a media hora de camino del caserío donde viven. Aprende el arte de la sastrería para hacer milagros con la poca ropa que pueden tener en casa.  

A pesar de tanto trabajo, no deja de integrarse en la vida de la parroquia. Todos los días, muy temprano, baja para asistir a misa, comulga y dedica un buen rato a la oración. Viste con mucha modestia, como preparándose para ser, si Dios se lo permite, religiosa. Ahora los trabajos en casa le impiden este sueño, pero quizá un día...  

Para profundizar en su vida cristiana, se hace miembro de la Acción católica. Participa en encuentros de estudio y en ejercicios espirituales. En 1942, la Acción católica hace una campaña en favor de la virtud de la pureza. El lema escogido es sencillo y exigente: “Eucaristía, castidad, apostolado”. Muchos jóvenes como Pierina vibran ante el reto y lo acogen con entusiasmo.  

Con 15 años, en 1946, empieza a trabajar como obrera en una fábrica de algodón, a 4 kilómetros de donde vive. Cada día, a pie, va a su trabajo, la mayoría de las veces sola entre los bosques y los prados de aquellos lugares medio abandonados.  

El camino se convierte en un momento de oración: el rosario, algunas jaculatorias, un diálogo espontáneo con Dios y con la Virgen. Cuando el horario de la fábrica se lo permite, va a la parroquia para escuchar parte de la misa y recibir la comunión, o se detiene en un santuario de la Virgen para habla un rato con María.  

En la fábrica es un ejemplo de oración y de integridad de vida. Las colegas ven en Pierina convicción y sencillez, no devociones mecánicas o miedos al mundo. Por eso la respetan y la admiran sinceramente.  

Durante estos años de adolescencia y primera juventud transcribe y modifica frases que lee o escucha aquí y allá, para convertirlas en luz y norma de su vida espiritual. Podemos leer algunos de los textos escritos por Pierina: “La virginidad es un silencio profundo de todas las cosas de la tierra”. “Mi amor, un Dios crucificado; mi fuerza, la santa comunión; la hora favorita, la de la Misa; mi divisa, ser nada; mi meta, el cielo”. “Mi vocación: me dejaré guiar como una niña de un día”. “Poseo a Dios, y esto me basta”.  

En otro escrito podemos leer este pequeño programa de vida: “Realizaré cada acto en unión con María y, en las contrariedades, me abandonaré, como una niña, sobre su corazón materno, invocando su ayuda y la ayuda de mi querido ángel de la guarda”.  

En este clima espiritual llega el mes de abril de 1947. Pierina participa, como ya dijimos, en la peregrinación a Roma que organiza la Acción católica con motivo de la beatificación de María Goretti. Durante esos días sus compañeras le escuchan decir: “¡Cómo me gustaría que me tocase la muerte de María Goretti!”  

Faltan 10 años para que le llegue la hora. Esos años los dedica a un apostolado incansable, alegre: pide por las vocaciones y por las misiones, se convierte en maestra de doctrina cristiana, asiste a los enfermos, anima las asociaciones católicas, llega a ser dirigente de la Acción católica.  

Llega el 4 de abril de 1957. Son las 3 ó las 3.30 de la tarde. Pierina regresa a casa, entre los bosques y los prados, después de haber terminado su trabajo en la fábrica. Como de costumbre, reza el rosario.  

Alguien, tal vez escondido, la está esperando. Le cierra el paso, le pide una relación deshonesta. Ella se niega, intenta defenderse. El agresor pierde los estribos, pasa a la violencia, la golpea, la tira al suelo. Ella ha cogido una piedra para defenderse, pero esa piedra es arrebatada de su mano y usada contra su cabeza. Herida por los golpes, pierde las fuerzas y el agresor consigue violentarla.  

En casa la esperan y no llega. Uno de sus hermanos sale en su busca. La encuentra en estado de inconsciencia, en un charco de sangre, con el rosario entre las manos. La llevan al hospital, a donde llega en coma profundo. No es posible hacer nada para salvarla. Muere a los dos días, el 6 de abril.  

El culpable será descubierto después de muchas investigaciones, y condenado en 1960 a varios años de cárcel. No indicamos su nombre. Las biografías guardan sobre él un extraño silencio, quizá porque vive todavía, quizá porque aún sufre con esa herida tan profunda que lleva todo hombre que ha sido víctima de su propio pecado, pero que puede recibir, en cualquier momento, el bálsamo del perdón, el consuelo que sólo Dios (nadie más puede perdonar un crimen tan horrendo) puede dar.  

Pronto algunos piden que el ejemplo de Pierina no se pierda en el olvido. Se inicia la causa de beatificación por martirio. La Iglesia reconoce la acción de Dios en Pierina, y la respuesta de un ser humano, débil en lo físico, pero fuerte en el corazón. Por fin, es beatificada por Juan Pablo II el 4 de octubre de 1987.  

Pierina Morosini ha volado al cielo. En la tierra nos ha dejado un ejemplo de sencillez, convicción, amor a la pureza, a la oración y al servicio, que es caridad. Sus restos residen ahora en la parroquia de Fiobbio, cerca de la que había sido su casa. Allí la visitan tantas personas que quieren pensar que vale mucho vivir para los demás, caer en el surco, morir quizá como derrotados ante el mundo, pero con esa victoria particular que tienen los cristianos convencidos y que transmite a quienes los conocen esa alegría que sólo tienen los que viven cerca de Dios.