Los pilotos kamikazes japoneses al mando de sus aviones cazas “Zero” se volvieron famosos durante la Segunda Guerra mundial por sus ataques suicidas contra los buques de guerra norteamericanos en el Pacífico. Aquellos pilotos eran conscientes de que estaban cumpliendo una misión de guerra definitiva cuando despegaban de las pistas japonesas rumbo a la muerte, pues el suyo era un vuelo sin retorno. Cuando avistaban las naves del enemigo atacaban con decisión, arrojándoles todos sus proyectiles y una vez que se les agotaban, volvían sus propios aviones “Zero” contra la nave. Creían que mientras más daño inflingieran al enemigo más gloriosa resultaría su hazaña.
El gesto de los pilotos japoneses impresionó tanto la sensibilidad occidental, que el término Kamikaze desde entonces ha entrado a formar parte de nuestra cultura y lenguaje. Hoy se denomina un kamikaze al que lleva a cabo una acción suicida matando al mismo tiempo a otros inocentes.
Los kamikazes no son mártires
Una parte considerable de la opinión pública enjuicia las cosas de manera bastante superficial, basándose en el “se dice” y en todo aquello que divulgan los omnipresentes medios de comunicación de masas, sin mayor sentido crítico. Cuando se renuncia a hacer uso de la propia inteligencia para leer dentro de las cosas y de los sucesos, entonces se genera la peligrosa confusión en las ideas que se expande como epidemia entre lectores y consumidores de telenoticias con poco criterio. Un ejemplo actual es la manera equívoca e inapropiada con que muchos periodistas, sociólogos, políticos y gente de la calle llaman “mártires” a los militantes islámicos exaltados; los kamikazes embutidos de explosivos, que siembran la muerte y el horror en Palestina, Pakistán, Irak y otras regiones del planeta. El pasado año se cerró con la crónica del frustrado atentado de un nigeriano en un vuelo de Delta, y la consecuente alza del miedo-atentados y supercontroles en los aeropuertos.
La superficialidad con que se les denomina “mártires” del Islam hace que muchos piensen sin más que el suicida que mata a otros inocentes, el kamikaze, sea llanamente equiparable con el mártir cristiano. Sin embargo, se trata de un grave error, pues nada está más lejos de la realidad. Entre los mártires cristianos y los kamikazes de cualquier ideología no existe analogía ni identidad posible; emplear el mismo término indistintamente es un lamentable equívoco del lenguaje que genera la confusión y el empobrecimiento de las ideas.
Como sabemos, en el idioma hay términos análogos, unívocos y equívocos. Equívoco es el término o palabra cuya significación conviene a cosas que son diferentes. Por ello es una equivocación garrafal llamar “mártir” al militante musulmán que se suicida haciéndose explotar y matando el mayor número de inocentes consigo, del mismo modo como se llama al mártir cristiano que ofrece su vida en un gesto de amor y perdonando a sus verdugos.
No hay analogía posible entre uno y otro, pues se trata de realidades opuestas. Un suicida no es un mártir, como tampoco un asesino es un héroe. A cada cosa se le debe llamar por su nombre: “al pan, pan y al vino, vino” como reza la vieja sabiduría castellana. No les llamemos, entonces, mártires sino lo que son en verdad: terroristas suicidas.
El martirio es un concepto cristiano
El mártir cristiano es un imitador de Jesucristo, quien enseñó con su Palabra y con su ejemplo el modo más elevado del amor: “Nadie tiene un amor más grande que aquel que da la vida por el amigo”. El motivo principal del mártir cristiano es el amor, pues toma como modelo a Jesús que ofrece su vida por la salvación de la humanidad.
El suicida o kamikaze decide morir porque piensa que su inmolación representa un bien para su causa además de un gesto heroico digno de imitar por otros seguidores. Es cierto que se puede inspirar en motivos culturales y políticos, como el ideal de una patria libre, pero en el fondo actúa movido por un odio impecable contra su enemigo. En el caso del kamikaze musulmán está en la creencia de que su sacrificio será compensado con un paraíso de placeres. Esto está fijo en la mentalidad del combatiente musulmán, porque actúa bajo los dictámenes de la Yihad o guerra santa del Islam.
El mártir cristiano se sitúa en un plano mental y moral completamente diverso. No se mata ni mata a nadie, sino que acepta libremente perder la vida por mantenerse fiel a Jesucristo. Su gesto le convierte en “testigo” (es el significado de la palabra griega mártir) del amor más grande. No del odio que destruye, pues Cristo nos mandó también amar a los enemigos.
El kamikaze suicida inspira su gesto fatal en la ley del talión, y se cree justificado a emplear la violencia salvaje contra inocentes para aterrar y desesperar al enemigo de su causa. Su gesto terrible está inspirado por el odio. El mártir cristiano inspira su acción en el amor, y tiene la certeza de que su sangre generosa sirve para fortalecer la fe de sus hermanos. Tertuliano lo dejó condensado en una frase célebre que afirma que la sangre de los mártires es semilla de vida cristiana. Al mártir le quitan la vida, mientras que el kamikaze muere asesinando inocentes.
El mártir muere perdonando a sus perseguidores; el kamikaze musulmán muere odiando a quienes acusa de enemigos. El kamikaze deja un mensaje de venganza, de odio y desesperación; desata una espiral de violencia que genera más violencia. El mártir cristiano deja un mensaje de amor, de reconciliación y de perdón. Un testimonio para la posteridad, porque sólo el amor y el perdón -nunca el odio- pueden mejorar el mundo. Los mártires cristianos son una expresión de este amor más grande, a imitación de Jesucristo, el rey de los mártires.
El martirio: ¿locura o sabiduría?
La sangre de los mártires que ha fecundado generosamente los campos de la Iglesia desde los primeros siglos, fue evocada muy significativamente por el Papa Juan Pablo II, durante la memoria de los mártires, del 12-V-2000 ante el Coliseo, convirtiéndola en uno de los actos nucleares y más elocuentes del gran Año Jubilar. Además, por si no lo hubiera señalado con bastante claridad en la carta Tertio Millennio Advenire, en otra carta “Al comenzar el nuevo milenio” (NMI), Juan Pablo II da gloria a Dios por todo lo que ha obrado a lo largo de los siglos, y especialmente en el siglo que hemos dejado atrás, concediendo a su Iglesia una gran multitud de santos y de mártires. Para algunos de ellos el Año Jubilar ha sido también el año de su beatificación o canonización... Es una herencia que no se debe perder y que se ha de transmitir para un perenne deber de gratitud y un renovado propósito de imitación. [i]1
A más de uno, quizá, le pueda escandalizar la idea de considerar el martirio cristiano como un regalo de Dios y no más bien como una locura absurda, algo tan tremendo como el derramamiento de la propia sangre. Pero esta “locura” forma parte de la paradoja del cristianismo y es en realidad la mayor de las corduras: “Quien encuentre su vida, la perderá; y quien por mi causa la pierda, la encontrará” (Mateo 10,39).
Por eso es que el mártir Ignacio de Antioquia, poco antes de su sacrificio, declaraba: “prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra... Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura, entonces seré hombre en pleno sentido”. (San Ignacio de Antioquia, ad Rom. 4, 1ss).
Llaman poderosamente la atención las palabras finales del mártir Ignacio, porque detrás de ellas muestra su rostro una sabiduría que no es de este mundo, y que es fruto de una fe sobrenatural robusta. Su deseo es poder contemplar para siempre “la luz pura” que le permitirá llegar a ser “hombre en pleno sentido”. En esta convicción no aparece el menor rastro de locura, ni de un afán enfermizo de morir por miedo al mundo y desaparecer de la escena donde se fraguan nuestros cotidianos problemas. Se trata de la convicción robusta del creyente que sabe que la vida verdadera comienza después de atravesar la puerta de la muerte temporal –no buscada, sino aceptada por la causa de Cristo--, donde se adquirirá la plenitud humana a la que aspiramos ya desde este mundo fugaz.
Ahí está la auténtica sabiduría que expresa la fe cristiana del mártir, que no desprecia la vida pero tampoco rehuye a la muerte necesaria para alcanzar la plenitud de vida. Es por eso que el mártir se siente libre y no quiere desaprovechar la oportunidad única, que le es dada como una gracia singular, de ofrendar la propia vida pero para ganarla eternamente y para dejar también a sus hermanos de la Iglesia peregrina el testimonio valiente de la sabiduría que brota de la cruz.
El testimonio ecuménico de los mártires
“El discípulo no es más que su Maestro” (cf. Juan 15,20). Jesús aseguró a los suyos que le imitarían en todo para dar testimonio de su fe, siguiéndole hasta el patíbulo y el Gólgota. Muy poco tiempo después de su muerte gloriosa, el primero en seguir al Maestro fue Esteban, el diácono, y más tarde los mismos apóstoles Santiago, Pedro, Pablo, etc., a quienes el Señor designara columnas de la única Iglesia fundada por Él. Ellos son los protomártires, los primeros testigos de la sangre que dieron el ejemplo en la naciente Iglesia acerca de la verdad traída e inaugurada por Jesús de Nazaret. Ellos son testigos fieles del hecho cristiano, de una fe certísima en esta verdad y en esta Persona divina, que no es un personaje de leyenda. Nadie está dispuesto a dar la vida por algo que no crea cierto. 2[ii]
Los mártires de todos los siglos proclaman esta misma verdad y confiesan al único Maestro y Señor, que fundó una sola Iglesia porque uno solo es su Cuerpo místico, a pesar de las laceraciones que hayamos hecho los hombres. La tarde misma de su crucifixión, en la cima del Calvario, los soldados se dividieron los vestidos y la túnica de Jesús, como prefigurando las divisiones futuras de la Iglesia hechas por el egoísmo y la soberbia de los hombres. El mártir cristiano responde ofreciendo su vida por confesar al único Señor y Salvador universal.
Valor testimonial del martirio
Se trata de un ejemplo indiscutible y que convence más que muchos sermones elocuentes. Numerosos no creyentes, “profundamente impresionados de la invencible constancia de nuestros mártires, se han dado a investigar cuál es la causa de una paciencia tan admirable. Y, una vez que la descubrieron, se hicieron cristianos también como los otros, dispuestos a morir como ellos”3. A lo largo de los siglos este testimonio de los hechos quizá más que las palabras ha hecho avanzar el cristianismo en los pueblos paganos y en culturas de lo más diverso, ya que posee una potencia de convicción irrefutable: la fuerza del buen ejemplo.
Los mártires cristianos del siglo XX ofrecieron su vida con la misma fe y con la misma fortaleza que los del siglo I. La historia señala mártires en los cinco continentes, de todas las culturas, razas, condiciones sociales. Hay mártires de todas las edades: en los primeros siglos de la Iglesia al santo obispo Policarpo se le privó de la vida a sus venerables 86 de edad, mientras que muchos siglos después en México durante la persecución religiosa de los años 1926-1929, al niño cristero José Sánchez del Río lo torturaron y mataron cuando contaba tan sólo 14 años, por su fidelidad a Cristo Rey.
No se puede llamar mártir al loco suicida
Se puede decir que todos los mártires de la Iglesia expresan una misma alma, una misma fe y una valentía que van más allá de toda lógica humana. Todos mueren defendiendo la fe en Cristo, en sus labios se escuchan palabras de perdón para sus verdugos y enemigos. Muchos de ellos reservan el último aliento de sus pulmones para proclamar con fuerza la divinidad y realeza de su Señor: ¡Viva Cristo Rey!, era el grito unánime en la boca de los mártires de la persecución sangrienta en México (1926 – 1929) y los de la guerra civil española (1936 – 1939).
El militar muere en el campo de batalla por la patria. Quien se siente defensor de una causa política es capaz de sacrificarse por su ideal, mas no pocas veces se da en ellos, además, la pasión, el fanatismo mezclado con ideas místicas o pseudorreligiosas, la sed de venganza o la desesperación como motor de su gesto: este es el caso de los suicidas kamikazes que han sembrado el horror y la muerte en nombre de la yihad o “guerra santa”. Ellos no son mártires. Sólo el mártir cristiano ofrece su vida por la fe y le mueve un amor puro y desinteresado. Su testimonio convence más que mil palabras.
Juicio desde la antropología cristiana
La Iglesia católica siempre ha rechazado los excesos y el fanatismo. Una de las virtudes de la Iglesia a lo largo de la historia ha sido su capacidad de adaptarse a todos los hombres y culturas, porque basa sus enseñanzas en el conocimiento exacto de la naturaleza humana, que es la misma a pesar de que cambien los tiempos y las circunstancias. La moral cristiana enseña a educar la parte inferior y a regularla con la parte superior bajo la dirección de la fe y la razón armonizadas.
Esta cualidad ha permitido a la Iglesia caminar con paso seguro en medio de las corrientes antropológicas más opuestas y ha sabido encontrar la justa vía para la conducta humana en el equilibrio racional y no en los excesos de la pasión desaforada. Dicha moderación brilla con luz especial en los principios y en la conducta que la Iglesia ha seguido, como madre y maestra, en todo lo referente al martirio, de manera que sólo en los mártires cristianos se puede observar con verdad al tipo humano consciente, equilibrado, no exaltado, y lleno de fortaleza 4 ante la prueba suprema del martirio. Pero es necesario aclarar, que el martirio es un don y una vocación que no es dada a todos los cristianos.
Para concluir, señala el Catecismo de la Iglesia Católica acerca del martirio, nº 2473:
El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza.