En un bosque se concentran muchos años de historia. Matorral, árboles, animales y hombres han dejado aquí y allá sus huellas. Unos han sembrado, otros han vivido, de otros sólo quedan ramas secas y un recuerdo agradecido. La lluvia, todos los años, repartió sus caricias entre troncos y hojas que empezaban, poco a poco, a reunirse en un abrazo intenso.
De repente, un descuido, un gesto malévolo, y empieza el fuego. Primero se propaga, con pasos cortos pero rápidos, entre la hierba más seca, entre ramas secas por el suelo. Luego empieza a coger fuerza, a trepar por los arbustos, a rodear los troncos más vulnerables. Al final se convierte en un gigante que destruye en pocos minutos lo que había sido gozo para los niños y los grandes, para las serpientes y los jilgueros.
Pasó el fuego. Quedan, aquí y allá, rescoldos humeantes. Algunos troncos han caído al suelo. Otros siguen erguidos, negros, mudos, sin savia que los vivifique, o tal vez con un poco de vida escondida que espera lucir en primavera. Los pájaros no cantan como antes. Sólo se escucha, de vez en cuando, el chasquido de alguna piña que explota por el calor acumulado.
El luto ha cubierto la colina. Años de esperanza y de alegría han desaparecido tras el humo. Una nostalgia infinita llena el corazón de los que tantas veces posaron sus pies bajo la sombra fresca de pinos, encinas o robles centenarios.
También en nuestras vidas puede llegar el fuego. Años de trabajos, de fidelidad, de amor sincero, pueden perderse, pueden “quemarse”, por culpa de un momento de pasión, de rabia o por un capricho deshonesto. Todo ocurre de prisa, como si no hubiesen barreras, como si nuestros principios o promesas no fuesen capaces de detener un chispazo que, al inicio, parecía tan pequeño.
El fuego no debe quitarnos la esperanza. Es cierto que el mal deja huellas que no pueden ser borradas: un esposo o una esposa que ha burlado la fidelidad conserva una cicatriz que no se limpia con una sonrisa. Una traición a Dios hiere hasta en lo más profundo del alma, nos hace derramar lágrimas profundas por lo que hicimos, por aquello que no puede ser eliminado de la historia. Pero un gesto de humildad, de perdón, de amor sincero, dan inicio a una vida nueva.
Una semilla rompe su corteza entre los árboles calcinados. Recibe la caricia de un rayo de sol, mientras el bosque, lleno de cenizas, empieza a levantar banderas verdes, signos de esperanza y de vida.
La herida es honda, pero el corazón quiere latir, ahora más humilde y más sincero, con un amor renovado, fresco, entre cenizas.
Te quiero, a pesar de todo, y te pido, Dios mío, que perdones y limpies mi pecado...