Es una pena el poco eco que ha tenido la reciente beatificación de Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Osma (España), Puebla, Arzobispo de la Ciudad de México y Virrey de la Nueva España. Lo es por múltiples motivos: se trata del primer Virrey y el primer Arzobispo de México que han subido a los altares. Sería deseable que ya nos hubiéramos “acostumbrado” a las beatificaciones, pero desgraciadamente no abundan, por lo menos en México. Pocos son nuestros santos que no han alcanzado la meta a través del martirio, y prácticamente ninguno ha desempeñado importantes cargos públicos.
Dos son a las particularidades de esta beatificación que la hacen especialmente interesante. Ambas están relacionadas entre sí, y hacen de don Juan de Palafox un beato particular y en cierto sentido único. La primera es que tuvieron que transcurrir 352 años desde su muerte para que fuera beatificado (si lo comparamos con Juan Pablo II, que le tomó seis años, podríamos afirmar coloquialmente que “le batalló para llegar a los altares”). La segunda, relacionada con la anterior, es que aunó en su persona el poder eclesiástico y el civil; es decir, no se trata de un sencillo anacoreta, o de un hombre dedicado a la oración en el silencio de su celda, o de alguien asesinado en odio a la fe: se trata de un prohombre de su tiempo, metido de lleno en el trajín del mundo, que gozó de una autoridad y un poder muy grandes, y que a través de ese camino plagado de escollos fue capaz de identificarse con Jesucristo, amarlo en plenitud y desarrollar una rica espiritualidad plasmada en sus escritos.
Se entiende que haya demorado en alcanzar la gloria de los altares: al desempeñar importantes funciones públicas necesariamente “pisó callos”, es decir, tuvo que tomar decisiones que no a todos fueron gratas en el estricto ejercicio de sus responsabilidades. En las cosas humanas existen muchos modos de resolver y afrontar los problemas, de plantear las cosas, y es prácticamente imposible alcanzar un consenso unánime al respecto; necesariamente muchas decisiones tomadas por la autoridad no gustaran a determinados grupos. Si Juan de Palafox desempeño su función en los ámbitos civil y eclesiástico –que estaban fuertemente emparentados durante el Virreinato-, obviamente se ganó animadversiones en las dos camarillas, lo que explica la tardanza de su beatificación.
Pero precisamente por eso su santidad es “atractiva”; no se trata simplemente de la imagen caricaturesca de “hombre buenecito”, con la que podríamos confundir la santidad. Es una santidad de alguien metido totalmente en los avatares de este mundo, que ejercitó importantes responsabilidades y tuvo que tomar decisiones delicadas: una vida intensa en términos coloquiales, con éxitos y fracasos humanos. Todo beato además es modelo, y si bien ya no se estila ni es deseable -se entiende en su contexto- mezclar los dos poderes -el civil y el eclesiástico-, Juan de Palafox puede ser propuesto como modelo para ambos círculos. Es más, aunque se trate de un personaje del siglo XVII, y por tanto muy lejano de la problemática presente, en realidad puede ofrecer perspectivas interesantes y actuales tanto a eclesiásticos como a políticos.
Por ejemplo, puede mostrar a la Jerarquía cómo no debe dejarse seducir por el poder –el papel político que de facto representa en la sociedad- ni perder de vista su función ministerial –de servicio- y el carácter trascendente de la Iglesia. Esto lo hizo Palafox ungido por una particular atención por los indígenas –la vocación de servicio a los más necesitados que debería encarnar la Jerarquía Católica- y por la promoción de la cultura (atención a la miseria espiritual, que en ocasiones es más dramática: no podemos olvidar que el mayor enemigo de Dios en el mundo es la ignorancia). A los políticos puede mostrarles que no está peleado el desempeñar la autoridad con el ser una persona de principios; que el detentar cargos públicos no debería ser sinónimo de carecer de ellos –de principios-, y de que hacerlo bien, eficazmente y en servicio real a la sociedad –y no a los propios intereses- constituye de por sí un camino hacia la santidad.